Da la impresión de que al régimen le encanta tensar la cuerda, apostar todas las fichas en unas pocas jugadas y repartir grandes dosis de adrenalina para el electorado. Debe ser – supongo yo- parte de la estrategia: nunca perder el protagonismo, jamás ceder ni un milímetro de territorio, no hacer concesiones, vivir siempre con el cuchillo entre los dientes y, por sobre todas las cosas, en ningún caso permitir que haga agua el inflexible monopolio de la verdad y de la justicia. Es vital, en línea con lo anterior, conservar la potestad de decidir con unilateralidad qué es correcto y qué no. Por eso (y esta es una teoría que he sostenido y martillado en esta columna desde hace tiempos) la política siempre ha de ser tratada como a un espectáculo, para que los votantes nunca se aburran, para que la diversión siempre fluya adecuadamente, para que el poder siempre sea el centro de gravedad, para que no queden rendijas, goteras o fisuras de ninguna naturaleza. Dentro del poder, todo, fuera del poder, nada.
Propongo, pues, volver a lo de tensar la cuerda: parece ser que el régimen siempre elige la solución que más desgaste político traiga, que más riesgos y emociones represente, al tiempo que permita brindar mayores niveles de espectacularidad y, por supuesto y por sobre todo, jamás admitir una derrota. El régimen parece amigo de cavar trincheras, de agazaparse ante cualquier situación que pudiera ser adversa, de no buscar oxígeno afuera y de tratar de resolver todos los problemas casa adentro y con la misma fórmula: rotar funcionarios y cambiarle de nombre a las cosas. Tomemos como ejemplo los malos resultados electorales de febrero pasado: en casi cualquier otro país habrían generado un gobierno de coalición, en el peor de los casos o, un gobierno de apertura, en la mejor de las situaciones. Es decir, casi cualquier otro gobierno se habría flexibilizado, habría reconsiderado sus políticas y, por lo menos, habría repensado su carta de navegación. Pero no en estos mares: acá los lemas favoritos son nunca retroceder, rendirse, jamás y, sobre todo, no dejar que se perciba debilidad. Así, en vez de buscar flexibilizaciones y diálogos, de buscar alternativas, de abrir la mente, el oficialismo buscó la solución a un tiempo más práctica y más predecible: radicalizarse, buscar las viejas querencias y no mirar a su alrededor.
Se puede hacer un análisis parecido en el caso del movimiento que busca impedir -por vías democráticas- la explotación petrolera en una zona ambientalmente sensible. En este caso, en vez de plegar y abanderar un tema políticamente sensible, que, como hemos visto, es capaz de movilizar a cientos de miles de firmantes, el régimen ha preferido poner en riesgo a sus votantes naturales: a la juventud que cree en las utopías políticas y que asume que el poder puede conservar algo de credibilidad. Es decir, adoptar la solución más extrema, desenrollar alambres de púa, perfeccionar un proceso de blindaje.