La situación de la frontera norte es por demás sensible y está bien que agentes de cuerpos élite se hayan movilizado de inmediato a esas zonas.
Pero es fundamental que esa acción sea permanente, pues las circunstancias obligan. Ahora que militares y policías se instalaron con fuerza en San Lorenzo, las mafias del narcotráfico se reorganizaron e intentan retomar antiguas rutas para sacar la droga por Sucumbíos y Quinindé-Esmeraldas.
Los pobladores están atemorizados. En cuatro semanas han visto por las montañas esmeraldeñas a hombres armados con fusiles, cubiertos con capuchas, vestidos con uniforme militar y botas de caucho.
Inteligencia militar levanta información, pero la gente teme hablar. Igual sucede en Sucumbíos. Los soldados han llegado a los caseríos y cuando se les pregunta si han visto a grupos sospechosos lo único que hacen es mover la cabeza de un lado al otro y se van. Otros entran a sus casas y desde las ventanas ven el paso de los uniformados.
Es entendible esa actitud, pero esos datos también deberían servir para profundizar las investigaciones y determinar posible presencia de personas que colaboran con las operaciones delictivas de estas mafias.
En Mataje ocurría algo similar. Hasta después del coche bomba del 27 de enero, sus pobladores decían que no pasa nada en ese pueblo fronterizo, que no conocían a alias ‘Guacho’ y que allí se dedicaban al agro.
Pero cuatro meses después, documentos judicializados muestran que en esa zona estaba asentada toda una red que ayudaba a cuidar las armas de los disidentes, otros informaban sobre operaciones policiales y militares. Incluso había personas asignadas que preparaban alimentos para los milicianos.
Es urgente evitar ese nivel de contactos en todas las poblaciones de frontera y para ello se necesita que el Estado llegue con medicinas, aulas escolares, vías de comunicación, agua potable, alcantarillado, telecomunicaciones. Hoy la realidad es totalmente distinta. Los servicios básicos no llegan a los pueblos.