La noche del 5 de octubre de 1896, se inició un incendio que destruyó Guayaquil. Hubo movimiento de gente, intentos fallidos de apagar el fuego y mucho temor. En medio de la confusión, grandes cantidades de licor se sacaron de los almacenes. El pueblo angustiado y frenético bebió copiosamente. A la confusión se sumaron los desmanes de las turbas ebrias.
Un hombre fue apresado por la poblada que lo acusó de incendiario. Se trataba de Juan Tello, un trabajador azuayo que había migrado al puerto en busca de trabajo.
Testigos improvisados dijeron haberlo visto encendiendo fuego con trapos empapados en kerosene. El pobre no atinaba sino a decir que era inocente, que no sabía nada. Quizá lo vieron encendiendo un cigarrillo o tal vez no vieron nada. Pero pedían su muerte. En medio del sufrimiento y los ánimos exaltados se buscaba un responsable.
La masa golpeó e insultó a Tello y lo llevó frente al Jefe Supremo, Eloy Alfaro, para pedir que fuera fusilado. Don Eloy intentó salvarlo, pues estaba convencido de su inocencia. Pero no pudo contener a la furiosa muchedumbre que contestó a sus argumentos con amenazas. Por allí dicen que salió un grito “Alfaro o Tello”. Se dio cuenta de que si presionaba más por la libertad del acusado, terminarían por responsabilizar al gobierno del desastre. El jefe liberal se rindió ante el dilema de hacer justicia o calmar a la poblada. Al fin cedió. Tello fue fusilado en el malecón del puerto. Murió gritando que era inocente.
Y en verdad era inocente. En esto están de acuerdo moros y cristianos, detractores y apologistas de don Eloy. Pero mientras los unos le echan en cara su debilidad y falta de firmeza, otros arguyen que fue una opción del mal menor que salvó muchas vidas, que tomó la única decisión posible, inclusive porque debía proteger de los amotinados a la Asamblea Constituyente que iniciaba sus sesiones en la ciudad.
Dice el historiador liberal Roberto Andrade: “No puede dudarse que Tello murió inocente; fue el furor popular el que lo llevó al cadalso: pero si Alfaro no lo fusila, los enemigos le hubieran atribuido complicidad con el crimen del incendio y hubieran empujado al pueblo a apoderarse de la tropa para el exterminio del mismo Alfaro y los liberales… Se le entregó al pueblo el cadáver de un hombre desdichado, contra la justicia indudablemente, pero con toda certidumbre se precavieron violencias contra la misma justicia, es decir, de la existencia de otros ciudadanos…”.
El Viejo Luchador cargó con la muerte de Juan Tello, anónimo migrante que llegó a Guayaquil en busca de trabajo y encontró allí un final tan horroroso como injusto, sin entender quizá qué pasaba con su vida y con su muerte. Así fue como pasó a ser víctima de una “razón de Estado”, y el protagonista del crimen político quizá más absurdo de nuestra historia.