Columnista invitado
El artista vivía en el último piso de un edificio de La Floresta, junto a Elvia, la mujer que lo acompañó en su incesante rastreo de nuestras culturas primigenias. Juntos develaron la autoctonía de nuestra América, con la espléndida bitácora visual de él, y a los variados estudios de ella.
Leonardo Tejada (Latacunga, 1908-Quito, 2005) era el mismo hombre nervudo, de rostro atezado y carácter brioso, que conocí siempre, a pesar de que permanecía en una silla de ruedas por una afección de su columna. Volví a encontrarme con él y con Elvia cuando escribía “Grandes del siglo XX”. “Estoy intacto, me dijo, ufano, salvo esto que no me permite caminar”. Eran sus piernas que ya no lo obedecían. Pero sus manos grandes y venosas, su talento creador, su memoria prodigiosa, estaban intactas, a sus 92 años.
Y seguía pintando. Alejado de esa obsesión neurótica de los artistas latinoamericanos, que señalara Umberto Eco, por imitar todo lo que viene de afuera, continuaba averiguando en nuestras aguas remotas, códigos ocultos, en nuestras sabidurías ancestrales y en aquellas desprendidas de nuestro folclore. Riguroso y risueño, anduvo por los pueblos de América, aprehendiendo esa gama infinita de los filamentos que urden su esquiva identidad para unimismarla en su creación plástica.
Una sensación de aire recién nacido me envolvía cuando Elvia y Leonardo me rodeaban junto al ventanal del austero espacio donde vivían, para compartir el paisaje de Quito, indicándome por dónde llegaban los aviones a nuestra ciudad. “Parecen naves espaciales, musitaba Elvia, y algunas veces pienso que nos van a llevar a algún lugar desconocido”.
El eje vital de la creación de Tejada es el tiempo histórico: aquel que se remonta en la penumbra del ayer y recobra vida en las expresiones de nuestros pueblos, plasmando su realidad no como sinónimo de objeto, sino como valor sustantivo para una figuración plástica de inextinguibles posibilidades. La historia se visibiliza por la magia de su arte: códices precolombinos e incásicos en mixtura única con la mezquina realidad del presente, ascendiendo al porvenir. Ni antes ni después: el pasado redivivo, tiempo furtivo, para encumbrarse luego en airosa proclama.
La soberbia sincretización de Tejada debe constar junto a la de Tamayo y los murales de Bonampak, a la de Matta y las tablillas parlantes de isla de Pascua, a la de Torres García y la arquitectura inca, y a la de Carlos Santiago Mérida y los elementos precolombinos.
“He mirado a estas horas muchas cosas sobre la tierra/ y solo me ha dolido el corazón del hombre./ Sueña y no descansa./ No tiene casa sobre el mundo./ Es solo./ Se apoya en Dios o cae sobre la muerte,/ pero no descansa”. En Elvia y Leonardo fluía la sangre aromada del amor. Infatigables soñadores de un mundo donde solo debería habitar una sola una raza: la humanidad.