‘La intimidad, para mí, no consiste en mantener mi vida oculta a los demás, sino en ahorrarme la intrusión de las vidas privadas de los otros”, escribió el novelista Jonathan Franzen en ‘Más afuera’. Este libro de ensayos contiene uno verdaderamente delicioso: ‘Solo llamo para decirte que te quiero’.
“El avance tecnológico que ha causado un daño duradero de verdadera trascendencia -dice Franzen- es el teléfono móvil”. Y pone numerosos ejemplos del daño, que se reducen a la frase citada al comienzo: la “vida” privada de los otros nos invade y hay que hacer esfuerzos descomunales para impedirlo.
Las conversaciones de un celular a otro son de dominio público. Sin quererlo, nos enteramos de lo que antes se protegía con celo. “La vida de los otros” era un asunto de espionaje vergonzoso, una intromisión de las policías de los gobiernos en una zona antiguamente protegida por la moral. En menos de 20 años de tecnología, hemos perdido el pudor de hablar en público de nuestros asuntos íntimos. “La contaminación en forma de humo -dice Franzen, comparando la vieja adicción al cigarrillo con la ya no tan nueva adicción al celular- dio paso a la contaminación sónica”. Hoy no hay lugar donde no suene o vibre un teléfono móvil; no hay espacio público donde el timbre simultáneo de muchos teléfonos no nos haga creer que el que suena es el nuestro. El timbre del móvil ha creado un nuevo reflejo condicionado. ¿Cuánta saliva segregamos cuando timbra un móvil? A esto se añade la dependencia, que ha dado nacimiento a una nueva disciplina psicoterapéutica. Los síntomas de esta adicción no solo empiezan con el desaforado consumo de cada nuevo modelo de celular que aparece. Como la moda, la adicción a los celulares ha impuesto señas de identidad social añadidas al fastuoso consumo de cachivaches superfluos.
¿Se están dando mutaciones genéticas que ignoramos? Cada día delegamos funciones cerebrales en aparatos milagrosos. Las tecnologías de la información y la comunicación se van concentrando en un solo aparato móvil. Eso explica que la adicción crezca a medida que se extiende la sensación de que no somos nadie sin eso.
La cultura comercial se basa en dos cosas fundamentales: una, la creación de una necesidad que no existía antes; dos, la creencia de que la necesidad puede satisfacerse primero gradualmente y luego vertiginosamente… sin satisfacerse del todo. El adicto a los móviles espera que la dosis siguiente sea más completa. Ya está enganchado. El espectáculo de la intimidad, revelada en conversaciones que se superponen y consiguen crear el espantoso ruido ambiente que tanto irrita a Franzen, es consecuencia de una patología colectiva que no se sabe dónde irá a parar. La explica un equívoco: creer que necesitamos estar permanentemente comunicados.