El teatro de la vida

El teatro, en la paz y en la guerra, es representación o duplicación de la vida, su distracción y posibilidad de revisión. Recuerdo a una querida amiga española, cuyo padre, en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, creó con sus numerosos hijos, una compañía teatral para representar en cada pueblo sufrido tras la terrible experiencia, piezas que les ayudaran a olvidar, a volver a lo mejor del pasado y a mirar el futuro con alguna alegría. ¡Viajes misericordiosos!: al llegar a los pueblos, si la pieza necesitaba de algún otro figurante para pequeños papeles, lo elegían entre los muchachos que hacían cola con las orejas limpias y el pelo de brillantina perfumada, para ser los actores de esos ínfimos roles que serían inolvidables en el anecdotario de sus vidas. En Villarejo del Valle, caserío de veranos frescos y claros, un domingo de fiesta, la familia de comediantes escogió a un muchachito para un papel fácil e inmediato: entrar al escenario, apagar una vela y salir. Aprendida la lección, Juanjo, entre bambalinas, esperaba entusiasmado y nervioso que le señalaran el instante de salir a escena. Una vez en el escenario, de pie, formal y austero, se acercó, no a la vela por apagar, sino al público que esperaba en emotiva expectación, y con solemne prosopopeya anunció: - Entra Perico. Apaga la vela y vase. Y se fue.

Teatral era en las fiestas populares de Castilla, el espectáculo montado en la plaza principal: a la hora del ángelus, llamaban al rezo las campanas, y una multitud expectante alzaba la vista a la alta maroma colgada entre el campanario de la iglesia y la torre del ayuntamiento. Entre el murmullo sordo del pueblo que miraba hacia arriba, desde la grave torre municipal, por la soga de esparto tendida y bien amarrada, se soltaba a un mancebito de unos siete años, ángel de bata y alas blancas y corona de papel dorado, que, bien atado en un armazón con una fuerte rueda disimulada entre las alas, se deslizaba boca abajo por la maroma y, muerto de orgullo y de miedo, pasaba de torre a torre y, a menudo, sin poder contenerse, mojaba solemnemente a algunos miembros de la expectante muchedumbre. Recuerdos y anécdotas de pueblos que se expresaban a sí mismos, ingenuamente, con gozo y emoción inolvidables.

Entre los siglos XV y XVI, el universo español oscuro, inquisitorial; fanático, lascivo, lúcido y escondido, tan afín al ámbito ecuatoriano de hoy, experimentaba con gozo una significativa diferencia: la pasión del teatro como constante celebración que decuplicaba y redimía, con el arte, la vida. ¿Por qué en el Ecuador, ni buena lectura ni teatro colman nuestro existir? Los dramas serios que incitan a preguntarse, los que nos hacen sufrir porque sugieren e inquietan, apenas se mantienen en nuestros escenarios, donde ganan la frivolidad y el humor vulgar.

Quizá la política, ese pésimo teatro que estamos obligados a sufrir, baste para nuestras pobres expectativas. En los años por venir ¿será ‘menos peor’, menos horrible de lo que es hoy? … Atrevámonos a soñarlo.

scordero@elcomercio.org

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