Las discusiones en torno al Código Orgánico Integral Penal ponen de manifiesto que, tanto en esta ley como en las otras que se han dictado y en las que dictarán en el futuro, está de por medio la reflexión sobre una de las más importantes tareas de las sociedades y de los Estados: la de legislar, la de tipificar infracciones y determinar sanciones, la de definir aquello que está prohibido y lo que está permitido, la de expresar jurídicamente los derechos con los que la gente nace, la de señalar los límites del poder y sus responsabilidades, la de articular las garantías fundamentales. Es decir, la tarea enorme de conciliar los intereses de la comunidad con el poder, de regular algo tan íntimo y complejo como las conductas de las personas, la de dotarle de expresión legal a la cultura y a sus valores.
1.- ¿Debe la Asamblea expresar la diversidad nacional? Tradicionalmente, y con escasas excepciones, los congresos y asambleas han entendido que su misión es expresar los deseos del poder y no necesariamente la diversidad social; que son instituciones determinadas por la voluntad de dominio, y no entidades cuyas competencias deben traducir, desde abajo, lo que es la sociedad. El problema está en creer que las elecciones y las mayorías resultantes de ellas asignan poderes irrevocables y absolutos y autorizan a sus integrantes a plasmar, sin más, un proyecto o una ideología. El problema -uno de los más arduos de la democracia de masas- está en que las razones de los votos -esto es, por qué la gente vota- son con frecuencia distintos de las “razones” de las mayorías legislativas. Ejemplo, en muchas comunidades, los ciudadanos votan por el presidente, su rostro y su discurso, y no votan por tesis alguna. Los asambleístas son resultado secundario, aleatorio, sin duda, de la fuerza del carisma o del encanto líder.
Los asambleístas así electos, ¿deben interpretar la diversidad de la que provienen, o alinearse en la homogeneidad del discurso del poder? De la respuesta a estas preguntas dependerá si lo que los legisladores ostentan es un “mandato popular”, o si es un “mandato gubernamental”.
2.- ¿Debe la Asamblea ser autónoma? Lo anterior tiene que ver con la autonomía real de la Asamblea. Es decir, con la comprensión de que cada asambleísta es un mandatario político cuya tarea es, ante todo, mantener la individualidad y la independencia. O de sí, los bloques anulan a las personalidades, eliminan las diferencias de criterio y anulan la discrepancia y el debate. La República, como concepto, apuntó siempre a la división real de las funciones y a la existencia de un sistema de pesos y contrapesos que equilibren el ejercicio del poder. La República liberal y democrática nunca admitió la teoría de la concentración. Por principio, las asambleas o congresos deberían ser severos límites políticos a las inevitables tendencias de expansión y profundización características del poder, y esto porque el valor supremo de sociedades y de personas es la libertad. Y ella debería ser la constante “ideología” que anime a quienes hacen las leyes, tipifican los delitos, agravan o morigeran las penas, estatuyen impuestos y marcan con mayor o menor amplitud el espacio que dejan las reglas a la autonomía de la voluntad de la gente. La tarea más difícil, pero fundamental, es conciliar las necesidades de la seguridad personal y de la justicia, con los derechos individuales y con las libertades.
3.- Las mayorías, ¿son poderes absolutos? La democracia liberal es un pensamiento y un sistema que se inventó en contra de los absolutos, ya sean políticos o religiosos, de allí que la ética de tal sistema esté constituido por la tolerancia, por la admisión del “otro” y por el reconocimiento de sus derechos de participación, de crítica y de proposición; por la posibilidad de discrepar; por la necesidad de que los electores tengan opción real de elegir, para lo cual es preciso contar con al menos dos opciones, con dos rostros, con dos tesis. Desde esa perspectiva, las mayorías no son poderes absolutos, son categorías precarias y coyunturales que están obligadas a reconocer que no representan a la totalidad de la población, que son el resultado del juego de la fórmula mágica de la mitad más uno, nada más.
3.1.- La legitimidad y sus límites.- Uno de los más graves problemas de la democracia plebiscitaria es, precisamente, el endiosamiento de la dictadura del voto, la atribución de potestades que van más allá de la verdadera naturaleza de la representación, y de la índole del poder que ostentan, que no puede ser un facultad taumatúrgica capaz de transformar lo negro en blanco, o la noche en día. El tema de fondo está en sí la simple opción numérica de la mayoría transforma, por acto de magia electoral, sus tesis en bondadosas, útiles, eficientes y justas. ¿Puede equivocarse la mayoría, y entonces, su error es acierto por el solo hecho de provenir de ella? ¿Puede la mayoría ser injusta, y su injusticia deja de serlo por provenir de ella? Es frecuente la tentación, y a veces la convicción, de que la mayoría es una realidad que está más allá de los límites razonables, y que está investida de legitimidades absolutas. ¿Es eso verdad? ¿La legitimidad tiene solo límites electorales? 4.- Las minorías, ¿tienen papeles que cumplir? Las minorías, ya de izquierda o ya de derecha, tienen el derecho y el deber políticos de proponer tesis cuya validez o legitimidad no está asociada con el dominio de la Asamblea. Deben cumplir la tarea fundamental de expresar las tesis de quienes son parte integrante del Estado, aunque carezcan del número de diputados necesarios para imponerse. Tienen el deber de decir y de luchar, de cuestionar, de proponer, y desde ese foro, destacar, respetuosa pero firmemente, los excesos de las mayorías, o de apoyar a éstas cuando hay razón para hacerlo. Difícil pedir razonabilidad en la política, pero a veces es necesario hacerlo, aunque resulten las peras del olmo.
5.- La tarea de hacer las leyes.- La función y los límites de las mayorías, la función y los derechos de las minorías, desembocan finalmente en ese drama humano y político que es hacer leyes, que es escuchar a la gente, atender los argumentos de los sectores sociales, sensibilizarse ante las demandas de quienes no están representados por los legisladores que tienen el poder. La tarea de hacer leyes no se agota en suscribir una determinación política, ni en escribir textos. Se sustenta, en buena medida, en la admisión de la diversidad, en el talento para expresar en las normas positivas ese gran mapa de diversidades que es la sociedad, en suscribir que el verdadero argumento de la democracia es la tolerancia.