Esta semana se anunció que el término posverdad será incluido en la próxima edición del Diccionario de la Lengua Española, que es definido como “toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público”. Una mera formalidad, ya que el uso del concepto se ha extendido para describir una práctica no es nueva, pero se presenta con más frecuencia gracias a la multiplicación de espacios de comunicación e información.
No es la primera vez que escribo sobre el tema, lo hice a propósito de la campaña electoral y el país de fantasía que la propaganda oficial nos mostraba: libre de crisis económica, con un Estado profundamente democrático, respetuoso de las libertades, transparente y sin corrupción.
Para mantener su posverdad sobre la transparencia y honradez de estos diez años de revolución ciudadana, han sido capaces de llegar a límites estrafalarios, como afirmar que los sobreprecios y las coimas no han perjudicado al Estado al ser “acuerdos entre privados”.
Sostienen que el ex Contralor, al que reeligieron varias veces, ha tenido una actuación indebida en todo, menos en lo que se relaciona con ellos y que cientos de informes por contratos u obras en estos años de la mayor bonanza económica de la historia del país, son correctos. Pretenden que creamos que una persona pueda amasar una fortuna solo por su parentesco con un alto funcionario, sin que este haya sabido de sus actividades. Trece millones, de la nada, por ser familiar.
Se acumula información que nos hace pensar que en estos años hemos vivido en un estado de corrupción sistémica, que los sobreprecios no son eventos aislados, que las fortunas asociadas a la contratación pública indebida no son excepcionales.
¿Sucedía antes de está década? Sí, no dudo que muchas fortunas se han hecho por la corrupción, pero esto no justifica, explica o disminuye la gravedad de lo que se ha dado en estos años. Esa respuesta ofende y es sospechosa.
Los datos que se conocen, por el caso Odebrecht, dan cuenta, sólo en parte, de la magnitud de la corrupción: unos novecientos millones de dólares en sobreprecios.
Sin duda un inmenso perjuicio económico para el Estado, pero estoy convencido que existen daños mayores para nuestra sociedad; vemos una generación completa que ha vivido y naturalizado el autoritaritarismo que, ante la evidencia de corrupción, de actos deshonestos, asume justificarlos sin vergüenza; todo esto en el marco de una institucionalidad tomada por intereses de un partido político, sin vestigios de balances y contrapesos entre los poderes del Estado, un aparato que parece trabajar para exculpar a corruptos y abusivos, persiguiendo a quienes disienten y denuncian.
Todo hace pensar que seguimos viviendo en este, uno de los períodos más oscuros de la historia del país; sin embargo, confío que el tiempo ayudará a desmontar la posverdad correísta y reparar el daño que nos han hecho ¿Será que Moreno se atreve a iniciar el cambio?