Hace unos días, en Coca, se presentó un documental sobre la segregación racial en los Estados Unidos en los años sesenta. ‘Viajeros de la libertad’, se titulaba la peli, puesta en la flamante sala de cine. El documental mostraba todos los agravios, irracionales y descabellados, de la gente blanca contra la negritud. Gente quemando un bus porque en él viajaban los negros. Golpes. Palazos. Insultos. Agresiones con bates de béisbol. Una masacre, una locura, incomprensible. Inevitable resultó ver aquellas imágenes y relacionarlas con alguna escena de la película ‘Con mi corazón en Yambo’ en donde, en algún momento de la historia, se agrede, insulta y vapulea a la familia Restrepo por haber nacido en Colombia. También la relacioné con los insultos a la prensa en las audiencias en el caso El Universo, las agresiones, los gestos de desprecio, el arrojarle huevos a uno de los acusados; la rotura de puertas en la televisión pública cuando el 30 de septiembre, entre otros muchos, y desagradables, momentos de irracionalidad y humillación vividos en el país.
¿Qué desata esos mecanismos de la violencia? ¿Qué hace que se instaure el odio hacia el otro, hacia el diferente, hacia las minorías? ¿Qué se mueve en el interior del ser humano para hacerlo capaz de agredir a otro sin piedad?
¡Qué mal anda el mundo! ¡Y qué mal andamos nosotros! Odiando al extranjero. Odiando al periodista. Odiando a aquel que piensa diferente. Buscando enemigos donde no están. Buscando broncas, no solo de aquellas de puño limpio, sino también, con la palabra, la palabra que hiere, que lastima.
Menos mal que apenas sé usar el Facebook y que no tengo cuenta en Twitter. Menos mal que le pongo más atención al trinar de los pájaros en el despertar amazónico que a los trinos twitteros. Parece ser que, al no conocer las reglas del juego en esos espacios virtuales, se pone en evidencia el encono nacional. Y, cómo paradoja, la susceptibilidad ¡Qué susceptibilidad! ¡Mírame y no me toques ni con el pétalo de una rosa! Parece que no hay cómo decir ni pío (ni twit), que cae la lluvia de insultadores, como quien, en el estadio, le grita ladrón al árbitro. Insultos de unos. Insultos de otros. Demandas. Contrademandas. Ofensas. Contraofensas. Estás conmigo. O contra mí.
De la irreverencia propia de los espacios de palabra al odio desenfrenado. Y de ahí, a un paso del miedo. A las amenazas. A los juicios. A la guerra sin cuartel. A la descalificación. Al desprecio frente a los “cuatro pelagatos”, como si ser pocos fuera suficiente argumento para caerle a palos al vecino, al que piensa diferente, al que se ríe sarcásticamente o al que tiene sentido del humor.
Entre el encono y la susceptibilidad, estamos fritos.