El Chapo Guzmán se llamaba Joaquín; así se llamó de niño y quizá su madre lo llamaría Joaquinito, Quin o Quino en días de menos hambre, para consolarle de la necesidad y la distancia -sesenta kilómetros hacia la escuela del pueblo más cercano-; Quino, como el buenísimo Joaquín argentino; y qué difícil aceptar que un Quino y otro Quino lleven el mismo nombre: este, delincuente hasta más no poder o hasta poder todo lo que una inmensa ambición de dinero puede y exige, entre odios, torturas y asesinatos, y aquel al que debemos la existencia de Mafalda en nuestras vidas, dueño del talento, el humor, el saber y la alegría de ese grupo de niños que, sin ser estereotípicos, ¡Dios los libre!, nos dejaron prever en su infancia las que serían sus preocupaciones maduras, si la vida no se encargara –que se habrá encargado, en algún caso- de ponerlos al revés.
El papa, en México, procura poner al revés, con suaves y evangélicas palabras, a los biempensantes mexicanos, a tirios y troyanos, políticos e iglesia, y enfrentarlos al otro lado de sus vidas. Contra ellos envuelve en terciopelo una terrible amenaza: “Cuando se busca el camino del privilegio de unos pocos en detrimento del bien de todos, la vida se vuelve terreno fértil para la corrupción, el narcotráfico, la exclusión”. Encuentra –es su trabajo- un futuro esperanzador en tan infinito desasosiego, y cree posible “un presente de hombres y mujeres justos y honestos, empeñados en el bien común”.
Un gran país grande, donde políticos y capos de porvenir se casan y vuelven a casar con actrices de medio pelo, para formar Mayúsculas Parejas Perfectas, tipo Hollywood: caritas de revistas del corazón, minúscula vida intelectual, frases hechas y sonrisas ídem: flaquitas, operadas, oleadas, semejantes a gran parte de las amigas de Chapos y similares, e igualitas a sus propios maridos, ellos también operados y oleados, sacramentadas sus fachas de galán y tupé.
La Virgen de Guadalupe empaña con no sé qué sensación de irrealidad, la realísima visita del papa a México. Yo he visto en la fea basílica construida para que quepa en ella la mayor cantidad de gente imaginable, entrar arrastrándose sobre las rodillas a mujeres misérrimas, tan distantes y distintas de las antes transcritas, para pedir a la imagen de la guadalupana pintada en la tilpa de Juan Diego, la gracia humilde de la salud del marido, de la comida para los hijos, pedírselo de pie, pues es imposible mantenerse arrodillados en la banda que circula delante del cuadro y arrastra a los devotos, como en cualquier aeropuerto que se precia…
¿Devolverá la Virgen al Chapo cargado de crímenes, el Quino que un día fue?; ¿mejorará ella, la política mexicana? Dudo de que haga aparecer a los cuarenta y tres de Ayotzinapa aunque fuese muertos: en su sobrenatural intelecto, sabe que ese trabajo corresponde a los hombres y que si hay vida mejor, será en una inmensa casa de grandes ventanales y grifos de oro, con, por esposas y madres, actrices de medio pelo, hasta el fin sin fin.