El inconformista y errante aristócrata belga, Michel Cleenewerck de Crayencour, educó a su hija, huérfana de madre, entre viajes y lecturas, y la preparó para un destino de cultura, aunque no supo sino mucho más tarde, que sería la autora de obras maestras, entre las cuales está Memorias de Adriano, que él ya no leyó. Alimentó la vida de la niña y la joven con lecturas de los clásicos, novelistas y poetas de todos los tiempos. Compartían con su padre, en voz alta, alternándose una y otro, lecturas de los libros que amaban, en incansables, inolvidables conversaciones. Cada viaje y amistad mutua enriquecían la relación padre-hija, vigorizaban su individualidad. Marguerite Yourcenar recuerda que un día, entre la gracia y la renuncia, él la ayudó a buscar el seudónimo, ‘posible anagrama de Crayencour’, con el que la conocerá el mundo entero y la recibirá la Academia Francesa en 1980, primera mujer académica desde su fundación, en 1635. Ella lo declara en “Con los ojos abiertos”, bello conjunto de entrevistas realizadas a lo largo de años por Matthieu Galey.
Pocos testimonios han dejado mayor huella en mí, que las razones con las que este padre sabio consoló a su hija, ya joven atractiva y bella, ante una grave contrariedad. Traduzco sus palabras: “Hija mía, no es nada. No somos de aquí. Nos vamos mañana”.
Si debería dejarlo así, para su reflexión, me siento obligada a razonar sobre esta condición del pasar, del ir dejando de lado cada cosa, y convirtiéndonos nosotros mismos, para nosotros y para los demás, en prescindibles, como cada acontecimiento, afecto o presencia, aunque nos aferremos a su ser en el recuerdo, cuya esencia es pasar. Ignoramos lo que movió a la joven escritora a pedir consejo a su padre, mas comprendemos que ella, al registrar la respuesta paterna entre sus notas, asume que tales palabras son independientes de esa situación particular, y aplicables a su condición de ser humano, de escritora, de mujer. No fue un consuelo pasajero o falaz, como el que daría un diplomático, -el padre de Yourcenar lo fue- a su hija, ante el próximo viaje. Interpretarlo así es negar su grandeza. El consejo paterno es profundo: Nada debe abrumarnos, porque no somos de aquí –la Tierra, este fugaz hogar, no es nuestro destino definitivo, pero ¿hay, acaso otro destino?-. Presumimos que el padre no lo dice porque cree en un cielo posterior, sino por su convicción de que nada es definitivo, pues el tiempo es la entraña de nuestra condición. A esta luz, el ‘aquí’, el ‘este momento’ tan ubicuos y pasajeros como nosotros mismos, pasan con nosotros. Gracias a este conocimiento, podemos prescindir de circunstancias opresoras o felices. On part demain, ‘Nos vamos mañana’. A esta luz, comprendemos la radiante exclamación de Marguerite Yourcenar: “Qué aburrido habría sido ser feliz”…, sí, si la felicidad es sinónimo de ignorancia voluntaria de nuestro frágil y rápido paso por estos ‘aquí y ahora’, que podrían ser otros, fugaces, deleznables.