Muchos libros de memorias reproducen infancias desgraciadas, que, por verídicas que sean, preservan para el lector, como toda niñez, alguna luz… Ilusiones recónditas, enseñanzas que permanecen intactas redimen la angustiosa lectura.
Hace tiempo leí Las cenizas de Ángela, memorias de Frank McCourt, que, nacido en los Estados Unidos, volvió con sus padres a Irlanda, el país de sus ancestros. En Wikipedia la información se reduce a anécdota; ni una palabra sobre la esperanza de ayudar a la madre y salvar del hambre a los hermanos; de la ilusión de un viernes menos aciago, en el que el padre, en el bolsillo el miserable salario, no lo haya tirado aún en la bebida. Esta esperanza sostiene al muchachito, además de la de volver un día a los Estados Unidos, trabajar y alimentar a los suyos.
No hay consuelo en el libro, pero importa mostrar esa mínima luz que se halla aun en la extrema penuria. El niño Franck McCourt asiste en Limerick a una escuela paupérrima. El intenso frío invernal, la ropa en jirones; los zapatos que soportaron otros inviernos, agujereados y sujetos con trapos a los helados pies; el hambre de los hermanos y el de la madre que, entre el cigarrillo constante y nuevos embarazos, nada acierta a ofrecer a sus hijos.
Al inicio del nuevo año escolar, un profesor empieza el curso con un preámbulo de inolvidable sentido: se dirige a muchachitos de entre trece y catorce años, que asisten a lo que hoy sería un tercer curso de enseñanza media: -Imaginemos que ustedes, ya de grandes, tienen el palacio más hermoso que puedan concebir… Los niños se miran unos a otros, atónitos y burlones: ¿¡Nosotros, un palacio!?, ¿está loco el maestro?, ¿por qué habla así?…
El profesor alude a bellos cuartos llenos de luz; a patios, arcos y columnas, a estatuas y plantas, y pregunta: -Como ustedes tendrán que amoblarlo, ¿con qué muebles llenarán sus estancias? ¿Comprarán cosas bellas, cubrirán el suelo con finas alfombras, las ventanas, con cortinas de espuma y terciopelo; exhibirán en las paredes cuadros de grandes pintores?; ¿qué escritorios, estanterías, mesas, sillas, camas pondrán en cada habitación, o preferirán llenar su palacio de basura y ensuciarlo todo, hasta arruinarlo?
Los pequeños, escépticos y juguetones, gritan, siguiendo el razonar del maestro: -¡No, profesor; compraremos bellos muebles y decoraremos el palacio con cosas hermosas!
Entonces, ya en silencio, escuchan: -¡Pues ustedes son los dueños de ese palacio; poseen esas estancias, arcos, fuentes, patios y salones!: ¡ese palacio es su inteligencia! ¿Con qué la llenan cada día? ¿Cómo la embellecen y dignifican?…
Y yo repito difícilmente esta historia, por la estrechez de espacio y tiempo, porque ha permanecido en mí. Y sé, como lo supieron los niños paupérrimos de la escuela de Limerick, que la única forma de llenar nuestro palacio es la buena, la auténtica, difícil, profunda, constante lectura. La de los buenos libros: cuentos, novelas, ensayo, poesía. La alta poesía siempre, hasta el fin.