El infierno

Voy a la peluquería a una hora en que sé que apenas habrá alguien y que la señorita que suele peinarme estará desocupada. Ya cuarentona, gordita, amable, parca hasta el extremo, asoma casi acostada, desde el sillón que, cuando lleguen, ocuparán sus clientes. Cada peinador o peinadora tiene un sillón que ‘ocupan’ mientras no trabajan. Enfrente, el espejo; a su derecha, un armario pequeño donde guardan cepillos, tijeras, peines, toda suerte de instrumentos para cumplir su oficio: unos, raros y curiosos; conocidos, otros. Hay conexiones, enchufes y secadores de pelo, lacas, espumas y un recipiente pequeño para mezclar los tintes; lavacaras y toallas apiladas en estantes a lo largo de la pared, y alambres por todas partes. Del televisor, en alto, brota una voz impostada, impersonal y unos ojos que llaman ¡aquí estoy, mírenme! Distingo a la luz, a siete u ocho personas entre peluqueros y peluqueras, manicuras y pedicuros; a la señorita del mostrador principal donde vigila y cobra a los clientes. Todos, sin faltar uno, arrellanados en los respectivos sillones, unos más estirados que otros, sus teléfonos en manos y ojos , ‘leen’ u oyen, sin hablar, en actitud que los espejos multiplican (¡perdón, amado Borges!). No se ven entre ellos ni miran a nadie, no se dicen nada; se diría que no esperan nada distinto de lo que viven cada día, a pesar de la juventud de algunos, o que todo lo esperan de esas nuevas lámparas del genio de las Mil y una noches.

Horrible el silencio; horrible esa juventud o madurez que nace -nacemos a distintas edades, exentos de toda previsión, como si viniéramos de ninguna parte-; horrible esa soledad que nadie atenúa y que no se siente como soledad. Se leen la incomunicación y el vacío en esa página escrita para analfabetos. Es el infierno actual: no aparece la chiquilla que barre -¿se turnan por días para la labor? Nadie aparece, pero todos están.

‘El infierno son los otros’ era la lapidaria constatación de Sartre en su drama A puerta cerrada. El infierno supremo es la mirada juzgadora de Dios sobre los otros, pero Sartre fue ateo; ¡cuántas veces esgrimimos los humanos la mirada de dios!

Tendría siete años, y el infierno jugaba singular papel en mi vida: la Rosaura, la Zoila nos contaban que en el juicio final, juzgando Dios a las almas de los muertos que llegaban, sin moverse ‘en su sagrada majestad’, las colocaba a su derecha o a su izquierda, en filas interminables. Ya había entonces derecha e izquierda para buenos y malos, respectivamente.

Con la certeza de que el juicio de Dios me pondría a su izquierda, sin que esta convicción me acobardara, segura de que ni él, ni ninguna de entre la multitud de almas se daría cuenta, me levantaría y pasaría, ya espíritu invisible, tras la espalda de dios, a su derecha. Pero resulta que hoy el infierno soy yo: es mi mirada, que cosifica a todos, en largas filas horizontales, entre las nubes de la Tierra triste, seca, amarillenta: izquierda, derecha sin matices, al fin.

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