¡El destino de las cosas, su tiempo, más largo, silencioso e impredecible que el destino de los hombres! Y uso ‘hombres’ en su amplísimo sentido de ‘seres humanos’ de ‘nosotros’. No creo ofender a nadie por hablar del hombre, este ser inquieto, luminoso y mortal, como lo hemos hecho en español durante casi mil años. Pero vinieron otros hombres, iluminados aunque no siempre luminosos, que encontraron en el sentido de esta palabra un ‘veneno’ que yo no supe ver.
El domingo conversábamos, y el hermano contaba de qué modo, allá, por la vieja hacienda de La Concordia entre Charasol y Azogues, en uno de sus largos paseos de jovencitos de catorce años, encontraron a cielo abierto un gran osario al que fueron a parar los huesos que rebosaban de los pequeños cementerios; miraban sin miedo, ¿a quién pueden amenazar los huesos?, esa abundancia de osamentas que alguna vez pertenecieron a una mujer, a un hombre, a un niño… y que entonces formaban parte de un osario inocente, dato que, en los tiempos que vivimos, es un dato feliz.
Entre las tantas cosas que nos sobrevivirán, está la única carta que conservo del abuelo Octavio Cordero Palacios: dirigida a la abuela. ‘Quito, 12 de agosto de 1916’; no es una carta de amor, pero está llena de él. Se excusa de haber dejado pasar el tiempo hasta esta primera misiva… (¿serán dignos de este nombre los mensajes apurados que expelemos por WhatsApp?).
Alude a ‘la recepción de los Ingenieros Alemanes, encargados de la obra del ferrocarril, que ‘fue cosa de llenarme de gratitud y orgullo, por la cortesía y distinción del trato que me dispensaron, facilitándome todo lo necesario para examinar los trabajos, las cuentas de gastos, los planos, los materiales adquiridos, &, &, y alojándome en una lujosa carpa, y dándome la comida a su mesa’.
¡Dichosas épocas en que ‘los ingenieros alemanes’, el abuelo y quienes intervenían en la dirección de los trabajos transparentaban gastos, hasta el punto de que el mismísimo abuelo ahorró al Gobierno de entonces una fuerte suma de dinero al corregir en algunos kilómetros el trazado de la vía… Sin embargo, viajar en ferrocarril, para él, ‘fue desconsolador: nada se ve, solo se entrevé: Chimborazos, Tunguraguas, Cotopaxis pasaron como fantasmas’. Desea hacer su viaje de regreso en mula, ‘porque sólo así se viaja como hombre, el tal ferrocarril es una especie de cajón grande, en donde uno no va, sino que es expedido. Podrá ser un triunfo de la civilización, y lo reconozco, pero sólo en asuntos mercantiles; por lo que toca a lo demás, es una salvajada’.
Nuestros caminos ya no se andan morosa, lentamente; no se escriben nuestras cartas, ni son palabras las palabras, porque no dicen lo que solían decir. Ya no son inocentes, sino terribles, los osarios. Y la carta del abuelo larga, profunda, hermosa, reducida a un párrafo mal dispuesto, no es la carta del abuelo, aunque permanece la enorme verdad de ‘haber sido expedidos’. ¿No es esta, lector, nuestra actual forma de viajar la vida?