Dentro de la escena del rock progresivo -querer realzar el carácter del rock como una forma de arte, dotarlo de elementos del jazz o de la música clásica para complicarlo y sofisticarlo- King Crimson siempre destaca por sus inusuales niveles de exquisitez y esmero, por su empaque y por su complejidad (que muchas veces rastrea la oscuridad). Y aunque mencionar a King Crimson es en realidad hablar sobre distintas bandas, formaciones y reencarnaciones, invariablemente con Robert Fripp como centro de gravedad, Crimson siempre evitó con sabiduría la ampulosidad de Emerson Lake and Palmer o la pompa y ceremonia de Yes, en favor de un modelo más apesadumbrado, más neurótico y, al final del día, único e inconfundible. King Crimson parece, las más de las veces, no tener paragón ni haber engendrado herederos. Parece haber desembarcado de un mundo desconocido e insólito, siempre de la mano de un Fripp animado a experimentar y a explorar.
El consenso respecto del esplendor de King Crimson se mide en su álbum de iniciación, ‘In the Court of the Crimson King’, una verdadera glorificación de la neurastenia y de la melancolía, con música tupida, llena de capas y marañas, de estructuras y enigmas, de tramas y tejes, es decir un disco impensable en estos días de apuros, de superficialidades y de glorificación de la adolescencia. Aunque a momentos demasiado oscura y algo altisonante, esta placa debe haber causado una extraña sensación en 1969, el mismo año en que John y Yoko ataron el nudo, cuando Led Zeppelin lanzó su primer trabajo y cuando The Who ejecutó por primera vez ‘Tommy’, la ópera rock. Pensándolo mejor, en plena era digital, el disco probablemente siga causando la misma extraña sensación y volteando cabezas. Me encanta la caracterización que hizo un crítico (Manish Agarwal) de este disco como “Sin fisuras” y respecto de ‘Epitaph’, una de sus canciones insignia, como “…una hermosa balada de resignación apoyada en una intensa mezcla de texturas (melotrón, timbal, guitarra acústica).” Y respecto de ‘Moonchild’: “Una canción de amor bucólica prolongada hasta una longitud épica por un interludio improvisado tipo jazz, en tanto que el tema que da título al álbum combina aires árabes, el ritmo vertiginoso del timbal y flautas barrocas, con el fin de conjurar su escenario medieval.” De este modo, todo lo relacionado con King Crimson gira en torno a los intentos – exitosos, por lo menos a mí no me cabe duda- de entender al rock como una manifestación de la maldita perfección (aquí un hurto de la frase de Argullol): desde las portadas de los viejos discos de vinil, hasta los diseños de sus interiores, con escala intermedia en los vasos comunicantes entre los diferentes instrumentos musicales, que siempre parecen dialogar. King Crimson comandó y gobernó en la era de las canciones de más de diez minutos, cuando el rock era libre, sin restricciones de imagen.