Tiempo de paradojas es este. Villancicos que anuncian la paz con estrépito de altoparlantes. Nacimientos que se ahogan en la propaganda.
Reyes magos que son monigotes copiados de alguna película de extraterrestres. El burro y el buey, perdidos entre miles de luces, ya no evocan el pesebre ni el campo: son piezas patéticas de una enorme ficción comercial, urbana, desaforada. Y los pastores, penosos personajes cargados de regalos al modo de clientes del supermercado. Y el Niño Dios, enterrado entre el musgo de plástico que desmiente su humildad y niega su pobreza.
El agobio es lo que define estos días, lo que caracteriza a este tiempo. La prisa es el argumento que explica la neurosis de conductores y peatones. El bloqueo es la sustancia de una ciudad sin rumbo, sin identidad, el Quito que ya no es, el Quito que perdió el encanto, enterró la memoria y abdicó de su personalidad, porque autoridades, políticos de toda laya y vecinos indolentes, dejamos que agonice entre la chabacanería, el desorden y los mercachifles, y permitimos que sus iglesias, portentosas iglesias coloniales, se degraden y sean ahora el telón de fondo del caos y el griterío. Agobio de una ciudad que no convoca, que expulsa y satura, que perdió la atmósfera y el señorío que alguna vez tuvo.
¿Qué se hicieron los “ciudadanos”?. Ahora todos son simples y sumisos consumidores, clientes del supermercado, seres obedientes a la publicidad, inducidos por las baratijas, deslumbrados por las vitrinas. El tiempo aprieta la agenda de la gente que pugna por llegar al almacén que anuncia la llegada de la felicidad, comprar un retazo de salvación y llevar a casa el trofeo. Todo, en nombre de una fiesta religiosa que se disuelve entre la soledad de los pesebres caseros y de luces tristonas que no alumbran ni novenas ni villancicos.
Las multitudes que inundan centros comerciales, calles y tiendas son el signo de una sociedad distinta marcada por la prisa, la competencia y la ansiedad. La angustia está en el alma de seres seducidos por la propaganda, la moda, y el afán de estar “in”, es decir, de formar parte del rebaño que no distingue la dimensión original de la Navidad como alusión a la pobreza.
Esa nueva sociedad está dominada por tumultos que no tienen idea de austeridad, que identifican la paz con el estrépito, el progreso con el desorden, la prosperidad con el desplante. Tiempos que dejan en algunas personas -más escasas cada vez- la nostalgia de lo que fue la reunión familiar, el juguete sencillo, el barrio con vecinos, la calle despejada, la actitud respetuosa, el espacio para hablar, el ocio para pensar. La paz para ejercer la memoria.
Cada año se repite la Navidad de ese estilo, cada vez con mayores trancones en una ciudad imposible.