Desde los albores de la humanidad pueblos enteros se han desplazado por la áspera geografía en busca de tierras nuevas donde arraigar y ver crecer la prole y los rebaños, cimentar la casa, cosechar la paz, consolidar una estirpe, fundar una nueva patria. Tal ha sido, en gran medida, la historia de muchas naciones.
El siglo XIX, fecundo en revoluciones, fue una época de grandes cambios demográficos y desplazamientos trasatlánticos; una centuria marcada por el éxodo de europeos (italianos, polacos, irlandeses) que emigraron a una América ingenua y recién independizada, repúblicas en ciernes, tierra aún bárbara y despoblada, ansiosa de recibir oleadas de inmigrantes con cultura de trabajo y voluntad de prosperar. No fue otra la política migratoria que auspició Domingo Faustino Sarmiento en Argentina.
El siglo XX y lo que va del XXI han sido testigos de la diáspora de masas humanas que huyeron de sus países de origen a causa de la guerra, la violencia, la pobreza, los malos gobiernos, las nefastas dictaduras. Europa y América Latina han sido (y son todavía) tristes escenarios de migraciones forzosas. Y como ocurre siempre, son los más pobres, los más vulnerables de la sociedad los que atrás dejan casa, familia y terruño para ir en busca de una patria ajena que los acoja.
Miles de jóvenes sin empleo ni credenciales caminan hoy centenares de kilómetros por las carreteras de Colombia, Ecuador, Guatemala y México. Avanzan en grupo y en apretada marcha, sudan y trajinan bajo el crudo sol con sus niños en el brazo y un ligero morral a la espalda. No se detienen, van tras un sueño, la quimérica tierra que les colmará de lo que su patria les ha negado, la hipotética felicidad que está allá, siempre más allá de alambradas y fronteras, lejos del nativo suelo.
La poca fe en el futuro, la falta de horizontes, la escasez de oportunidades es lo que a muchos latinoamericanos les empuja a abandonar su tierra, iniciar un azaroso viaje de ilegales y entrar clandestinamente a los EE.UU, el país de todas las posibilidades. Esta, como cualquier otra tierra promisoria, será siempre una meta alcanzable para la imaginación del inmigrante, espejismo alimentado por la globalización, el acceso al internet y la televisión satelital.
El inusitado crecimiento del fenómeno migratorio en el mundo se explica, en parte, como una consecuencia de la comunicación interplanetaria. Los padres de la globalización se han dado cuenta ahora de que fueron ellos los que, con su invento, han incentivado a masas de desposeídos procedentes de la periferia del imperio a llegar hasta sus puertas y golpearlas esperando las abrieran y ser parte del gran banquete que ofrece una civilización consumista y tecnológica. Y lo más triste es saber que los dueños del supuesto paraíso no están dispuestos a abrirlas.
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