“El sueño de la razón produce monstruos” es el título de uno de los más sombríos “Caprichos” que Goya grabara hacia 1799, época nebulosa y turbulenta en la que todo apuntaba a la declinación de la fe racionalista. Pocos años después (1818), Mary Shelley, joven escritora confidente de lord Byron, publicó en Londres “Frankenstein o el moderno Prometeo”, novela gótica que resumió el tormentoso espíritu de aquel romanticismo necrófilo que enervó a toda esa época.
Frankenstein es un personaje de ficción, ente surgido en el laboratorio de un científico obsesionado con la idea de insuflar vida en la materia muerta. El doctor Víctor Frankenstein es el dios de ese monstruo que sale de sus manos, engendro surgido tras ensamblar desechos de cadáveres humanos, materia acarreada desde morgues, prostíbulos y mataderos. De esta chatarra orgánica está hecha Frankenstein, criatura imperfecta como toda hechura humana y, no obstante, dotada de palabra y sentimiento. Su espeluznante aspecto provoca miedo y rechazo entre aquellos que topan con él. La repulsa del mundo lo convierte en un ser solitario, vengativo y violento. La primera víctima de su descomunal furia será su creador.
Mary Shelley había forjado el primer mito de la modernidad. El doctor Frankenstein es la representación del hombre moderno que sueña con rivalizar con Dios en la capacidad de crear vida a partir de la ciencia, para lo cual manipula las oscuras fuerzas de la naturaleza y lo único que consigue es parir un engendro que no alcanza a controlar y amenaza con destruirlo. La utopía del conocimiento es sustituida por la distopía de una creación en la que la cosa creada engulle al creador.
Y si tanto Goya como Shelley apuntan aparentemente a la misma idea, esto es: el exceso de racionalismo sin el apoyo de la moral lleva al hombre a crear aberrantes criaturas, no obstante cada uno de ellos parte de concepciones distintas. Goya, un español atemorizado por la Inquisición, apunta a la idea de que la fantasía sola, sin el apoyo de la razón, produce monstruos; unida con ella, es madre de las artes. A la escritora inglesa le acapara, en cambio, la misma idea que agobió a John Milton: la rebeldía contra el Cielo, el pecado de Luzbel, la desmesura de llegar a ser Dios. El camino que se inicia con Frankenstein llevará inexorablemente al grito demente de Zaratustra quien, por boca de Nietzsche exclamó: “Dios ha muerto, puede vivir el hombre”, (1885).
Los mitos no mueren, solo cambian de máscara. Hoy, la globalización amenaza y atemoriza a sus creadores. Trump es fruto de esos miedos. La trágica mueca de Frankenstein está detrás del científico que en su laboratorio sueña con clonar seres humanos. Ya no es ficción: probablemente mañana seremos sustituidos por una generación de clones sin pasado, tan huérfanos como Adán y con el inconfundible sello de la culpa en la mirada.