Esos son
Acaban de pasar unos días amargos y felices en los que los colombianos asistimos, al mismo tiempo, en transmisión simultánea, a dos espectáculos contrapuestos.
Uno grotesco y sórdido, extenuante; el otro, en cambio, conmovedor y heroico, lleno de grandeza. Fue como si el famoso espíritu del bien y el mal nos hubiera obligado a ver, de un solo golpe, lo mejor y lo peor de lo que somos. Dos universos que a la vez nos definen y se niegan entre sí: el uno como maldición, el otro como remedio y refugio.
Estoy hablando de las elecciones presidenciales y del Giro de Italia. Diría que hablo del infierno y del paraíso, pero la verdad es que no lo son, y además no me parece justo deshonrar así al infierno. Con las bajezas de nuestra democracia, con la mezquindad de nuestros políticos. Con esa especie de enajenación que ahora nos caracteriza y nos carcome –como siempre, pero ahora más–, y que hace imposible que nadie pueda decir ni pensar nada porque de inmediato saltan los leones, en un segundo, y no queda ni la piel.
Por donde uno asome la cabeza en este país enloquecido, por la puerta o la ventana o la página o la alcantarilla que uno abra, se oyen solo los rugidos y la algarabía: la voz desencajada de la turba en que nos convertimos otra vez, otra vez, por cuenta de la política y sus pasiones. Siempre de la mano, ah, de nuestros ‘líderes’: nuestros esclarecidos pastores en el camino hacia el abismo, que baten sonrientes el suave cayado como si fuera también, porque lo es, la flauta del flautista de Hamelín.
Sé que mucha gente vio las proezas de los escarabajos en el Giro de Italia, otra vez, otra vez, con un nudo en la garganta: por sus triunfos, sin duda, pero también porque en ellos hay, de alguna manera, una suerte de consuelo contra el país de los políticos. Y no solo de ellos, claro que no –“los políticos” al final somos todos–, pero sobre todo de ellos: el país de su cinismo y su indolencia; el país de sus insignificantes glorias, nuestro abismo.
Y no es que las victorias de los colombianos en el exterior no sean motivo suficiente de orgullo y felicidad, porque es indudable que sí lo son. Pero desde niño me impresionó siempre que todas fueran vividas aquí, la de una cantante o la de un científico, la de un pintor o la de un ciclista, como eso: una especie de reivindicación y de venganza colectivas, un grito desgarrado y por mucho tiempo contenido en el que se resumen nuestros complejos y nuestro sufrimiento, nuestras frustraciones. La vida de todos.
Y ahora salen los políticos, como siempre, a cobrar esos triunfos que no les pertenecen y que son el único paliativo contra su presencia en nuestras vidas. Ahora sí celebran y sonríen y saltan para las fotos, haciendo campaña con la gloria de otros. Hasta eso quieren enturbiar con sus pequeñas causas; no les da ni pena. Cuando todos sabemos que el que logra hacer algo aquí (allá), lo hace por lo general sin ellos.