Al estar varios de nuestros países latinoamericanos inmersos en severas convulsiones internas, resulta alentador darnos cuenta que en al menos tres de estos casos, un ingrediente esencial de las protestas ciudadanas es el rechazo a la corrupción.
El caso más notable es el de Guatemala, donde un persistente clamor popular logró que renuncie a la Presidencia el Gral. Otto Pérez Molina, quien después de dimitir al cargo fue colocado bajo arresto e imputado con serios cargos, como lo había sido anteriormente su exvicepresidente.
Luego, en Brasil, figuras políticas y empresariales de alto relieve han sido acusadas y detenidas, el expresidente Luiz Inacio da Silva está siendo investigado por un Poder Judicial consoladoramente independiente, y la presidenta Rousseff enfrenta pedidos formales de destitución. Por último, en Chile, la Dra. Bachelet ha sido salpicada por manejos impropios por parte de su nuera e hijo. En los tres casos, el rechazo a la corrupción es, entre otros, tema fundamental de las protestas.
Esto es nuevo en América Latina. Manifestaciones en plazas y calles han sido, históricamente, expresiones de rechazo a alguna medida tomada por un gobierno, o a alguna política pública impopular. Pero lo que describo en Guatemala, Brasil y Chile representa algo más valioso e importante que la mera reivindicación de intereses de grupo: representa un despertar de la sociedad civil a su rol como defensora de los principios fundamentales bajo los cuales desea que opere la sociedad. No es que no sea legítimo defender intereses particulares, especialmente si están siendo vulnerados. Pero es aún más legítimo defender, sin interés egoísta, bandera partidista, ni sesgo ideológico, los intereses de toda la sociedad.
En El espíritu de las leyes, bajo el subtítulo Del principio de la democracia, el Barón de Montesquieu escribió: “No hace falta mucha probidad para que se mantenga un poder monárquico o un poder despótico. La fuerza de las leyes en el uno, el brazo del príncipe en el otro, lo ordenan y lo contienen todo. Pero en un estado popular no bastan la vigencia de las leyes ni el brazo del príncipe siempre levantado; se necesita un resorte más, que es la virtud.”
En una actitud típica de la tradicional demagogia latinoamericana, Pérez Molina había ofrecido erradicar la corrupción de Guatemala, como si fuese algo que un gobernante, por sí y ante sí, pudiese hacer. Resultó peor que mera demagogia: resultó, además, hipocresía. Pero ver que, en ese y en otros casos, la defensa de la probidad se ha vuelto grito común nos llena de esperanza a quienes vemos que los cambios deben venir no de los gobernantes, sino de todos nosotros como miembros de sociedades civiles que toman conciencia, despiertan del letargo, y comienzan a asumir sus verdaderas responsabilidades.