Ante todo, quiero dejar en claro que escribo estado con minúscula, no solo porque no veo ninguna razón ortográfica para usar la mayúscula en un sustantivo común, sino también (y sobre todo) porque me niego a usar una grafía que parece contribuir a la sacralización de ese ente jurídico-político al que Octavio Paz llamó “el ogro filantrópico”.
En los últimos tiempos, en el discurso político que se autocalifica “de izquierda”, el estado suele aparecer como si fuese algo inmune a los conflictos que atraviesan la sociedad, de modo que, al no contaminarse con ellos, tuviese la capacidad de actuar como árbitro imparcial en las contradicciones de intereses que son inevitables, permanentes y decisivas. Tal fue, precisamente, la concepción del estado elaborada por Hegel en su “Filosofía del Derecho” (1821), en la cual el estado aparece como una entidad abstracta de naturaleza casi sobrenatural, como encarnación del Espíritu (así, con mayúscula, como lo concebía el filósofo). Tal condición hace del estado lo necesariamente opuesto a la sociedad civil, entendida como el ámbito privado, en el cual los individuos, como si fuesen mónadas absolutas, independientes unas de otras, tienen su sustento en la propiedad: para unos, se trata de la propiedad de los bienes de capital (la tierra, las máquinas, el complejo sistema del comercio, etc.), y para otros, de la propiedad de su fuerza de trabajo, que es vendida «libremente» en el mercado por un precio que se llama salario.
Esta filosofía fue denunciada por los fundadores del socialismo, que se empeñaron en demostrar que el estado es, en realidad, un aparato de poder al servicio de la clase poseedora del capital para garantizar mediante la ley y la fuerza pública su dominio sobre la clase trabajadora. La solución propuesta, por lo tanto, fue la supresión del estado burgués y su reemplazo por un estado de los trabajadores: ese reemplazo fue concebido como la revolución.
El diagnóstico preciso de una enfermedad no garantiza su curación. Pienso que los diagnósticos de Marx y Engels fueron correctos, pero la medicina propuesta por ellos no lo fue: la prueba es que en todos los países donde se aplicó su receta el resultado fue un fracaso, empezando por la Unión Soviética y llegando hasta los curiosos ‘socialismos’ de América Latina. Y es obvio que así tenía que resultar: la revolución (cualesquiera que sean los sacrificios heroicos que a veces se han hecho en su nombre) tampoco puede sustraer al estado de las contradicciones sociales, culturales y económicas: en la práctica, allí donde se la ha realizado, ha creado una nueva clase, la burocracia, que llega sin tener sustento económico propio pero con mucha frecuencia lo construye desde el mismo poder, como estamos viendo en países que nos son cercanos.
Por eso, la burocracia mira como antagonista a la clase propietaria del capital y piensa que la sociedad civil es peligrosa. Al mirarla de ese modo, sin embargo, cierra también la posibilidad de una alianza con la clase trabajadora.