Se define a lo kafkiano como algo absurdo o tremendamente complicado. El adjetivo tiene su origen en la temática espinosa y muchas veces ilógica de la obra del escritor Franz Kafka, nacido en Praga el 3 de julio de 1883, fallecido en Austria el 3 de junio de 1924.
La sociedad ecuatoriana, sin duda, se ha convertido en una sociedad kafkiana por excelencia. Me atrevo a pensar que el propio Kafka habría encontrado aquí una veta inagotable de material para sus obras. No es difícil imaginarlo con su figura frágil, afilada, mirando absorto cómo en este pueblo se detiene a las personas que exceden la velocidad permitida en sus automóviles, mientras los asesinos salen libres a las calles porque un juez vago o corrupto (con frecuencia los dos a la vez) no lo han sentenciado en el transcurso de un año. O verlo desconcertado al escuchar la historia del violador de una niña que fue indultado por la Asamblea Nacional, mientras los conductores son conducidos en largas filas hasta los atestados calabozos. También lo podríamos evocar mojando la pluma al ver que aquí, en la isla de la fantasía, se caen aviones con billetes nuevos y se envían ladrillos de oro blanco en valijas diplomáticas sin que ningún responsable esté detrás de las rejas, a menos que maneje como un demonio a 61 kilómetros por hora dentro de la ciudad.
Pero quizá lo que más le turbaría a Kafka sería observar la metamorfosis inversa y generalizada de miles de insectos horrorosos, siempre ignorados e invisibles que, tras una larga noche de revolución, amanecerán convertidos en unos Gregorios Samsas poderosos, casi humanos, que viajan a bordo de naves brillantes, disfrutan de la vida en yates y mansiones de lujo y empiezan a tratar a los demás como gusanos o ratas de alcantarilla.
Lo podemos imaginar también silencioso y medroso, esquivo, intentando pasar desapercibido para no caer en el mismo saco en el que caen, como moscas con insecticida, los que han cometido los espeluznantes delitos de conciencia y disidencia, o los que han caído en las manos de la autoridad que condenó a ese pobre hombre a comerse los cheques de las comisiones mal habidas o, peor aún, los que cayeron en las garras justas y probas del ascendido y promocionado juez que era capaz de leer y reescribir el Quijote en una sola noche.
Lo veo cubriéndose los oídos ante el estruendo de tiros provocados en las calles de las ciudades por sicarios que, en el poco frecuente caso de ser detenidos, saldrán en libertad al día siguiente para dejar el espacio libre a los conductores suicidas.
Pero la verdad es que preferiría imaginar al escritor checo descansando eternamente, alejado para siempre de estas modernas sociedades kafkianas, quizá recordando con un ápice de esperanza una de sus frases célebres: “Toda revolución se evapora y deja atrás solo el limo de una nueva burocracia”.