Sé que no es mi tema y que cuando estas líneas se publiquen estaré otra vez fuera de esta tierra. Pero cómo callar, mientras uno ve cómo este territorio llamado Ecuador está ahogando poco a poco las libertades, sin que la mayoría haga nada para evitarlo. Y no solo es cuestión de este Gobierno, sino de una sociedad donde la revancha se ha vuelto la norma, donde el resentimiento está al orden del día, donde lo único que vale es rayar el auto del vecino. No solo irrespetamos los semáforos, los pasos cebra, sino también al vecino, al compañero de trabajo, al peatón, o a las personas más vulnerables. Por eso, cuando un Gobierno desea imponer un código penal francamente represivo, o alzamos los hombros o lo apoyamos decididamente porque solo buscamos castigar a los demás, pero no recomponer el tejido social, que debería ser fondo de cualquier sociedad abierta y democrática. Si el código penal se aprueba –según señaló María Paula Romo en su informe de minoría- iremos a la cárcel por casi todo, desde dañar un árbol hasta vulnerar los derechos de la naturaleza, desde no obedecer a la autoridad hasta insultarla (por subjetivas que suenen estas normas), cuando sabemos que las decisiones sobre estos temas estarán completamente sujetas a la voluntad arbitraria de las autoridades de turno, o de quienes detentan el poder. Pero el código penal completamente conspirador en contra de la libertad de los individuos –su bien más preciado- no es el único instrumento. El Ejecutivo allana la propiedad intelectual de la Revista Vanguardia y su derecho a la defensa impunemente. El estado copa todos los espacios posibles, con sanciones y restricciones ya sea laborales, jurídicas, laborales de todo tipo. Peor aún si se es ONG o medio de comunicación, “vigilar y castigar” se ha vuelto el medio de control por excelencia. Y es eso, no hay participación social, lo que hay es “control social”, como se denominan aquellas nuevas oficinas gubernamentales ya sin ningún rubor. El país mismo se ha vuelto el mejor ejemplo de una sociedad del panóptico, como definiría hace años Michel Foucault a la sociedad capitalista del peor conservadurismo posible. Es una sociedad violenta consigo misma.
Era perfectamente posible luchar en un país pobre, donde la tarea era fundamentalmente generar más oportunidades y posibilidades de equidad, justicia y desarrollo para los más marginados. Luchar en una sociedad de panópticos es absolutamente cuesta arriba. Solo alzar la voz de protesta significará señalamiento, persecución y cárcel. ¿Esa es la sociedad en que queremos vivir? Una verdadera revolución hubiese desterrado primero el peor mal andino: el resentimiento. Segundo, hubiese generado una sociedad pedagógica donde cambiemos por la vía de la educación y la tolerancia, no por la vía de la cárcel y la condena. Por favor pensémoslo, luego puede ser demasiado tarde.