La sociedad civil es el secreto de la fortaleza de los países. Es la sociedad civil la sustancia y la infraestructura de los Estados. Es la acción de la gente -sus valores, sus legítimas creencias, sus referentes- la que puede salvarnos, la que asegura nuestra sobrevivencia.
Y es de allí de donde fluye la solidaridad.
A raíz de la catástrofe que aqueja a Manabí, hemos visto el renacimiento de una sociedad civil cuyo apocamiento era notable y perturbador, al punto que estaba desapareciendo enredada en un Estado gigantesco.
Ha sido esa sociedad, la gente que la conforma, las organizaciones de base, las familias y cada una de las personas sensibles, las que reaccionaron pronta y desinteresadamente, las que dieron la mano, las que hicieron el gesto oportuno, las que metieron el hombro sin esperar nada, sin cálculos ni afanes escondidos.
El Estado ha hecho lo que le correspondía, lo que era su obligación, pero el liderazgo en la solidaridad y en el apoyo ha sido de la comunidad. Y está bien que así sea porque eso indica que la comunidad ha preservado su autonomía frente a la política, y esa autonomía es la que debe marcar la vida, la que debe indicar la ruta.
La política y el poder son simples instrumentos, herramientas a su servicio.
Esa sociedad civil es la doliente, es la hermana, es la madre y es la hija. Los que se fueron en ese mar confuso y terrible del terremoto, son suyos. Los que quedaron inermes en el descampado y en la soledad, pertenecen a ella. Suyas son las ciudades, los pueblos, los campos.
Suyas son Pedernales, Manta, Bahía, Jama, Muisne, Portoviejo. Es suyo –es nuestro- el reto. Suya y nuestra es la angustia. Y es nuestro el deber de comprender, apoyar y tender puentes. Nuestro el deber de asumir, de verdad, y quizá de reconstruir, una hermandad que, entre egoísmos, campañas electorales y divisiones políticas, habíamos perdido.
El terremoto del 16 de abril es un punto de inflexión en la historia del Ecuador. Nada puede ser como antes, ni la economía, ni la política, ni la sociedad. La democracia debe repensarse y la República debe renacer como concepto y como vivencia, como participación. El horizonte ahora es otro, mucho más complejo, porque están de por medio el dolor de las víctimas, su sensibilidad y sus urgencias.
Pretender que esta tragedia se olvide con el tiempo, o que el asunto se reduce a un presupuesto y a un tributo, sería un enorme error. Pretender que el tema se agota en una contribución voluntaria, también sería un error.
El asunto es de ética personal, de moral pública; es asunto de conducta, de compromiso. De cambio de estilos, de palabras renovadas, de generación de confianza mutua. Es asunto de enorme respeto al dolor ajeno.
La capacidad de levantarse corresponde, fundamentalmente, a la sociedad civil