Si ahora no se sabe bien qué significa un Presidente socialista en Francia, hace 30 años tampoco era muy claro el asunto. Ahora, un 28% de franceses ha votado por Françoise Hollande, pero si no era por el escándalo sexual de Strauss- Khan, bien pudieron haber votado por este magnate, enterrando cualquier resto de coherencia e integridad del candidato con lo que dice representar. Pero el patriarca socialista de la última generación, Françoise Mitterrand, también tenía esqueletos en el armario, algunos tan pesados y desagradables como haber colaborado en su juventud con la llamada República de Vichy, amparada por los nazis, y haber ocultado durante largos años un cáncer de próstata, para no hablar de una hija fuera de matrimonio.
La victoria de la izquierda en 1981, aunque estrecha en el ‘ballotage’ (51,7% contra el 48,3% de Giscard) fue apoteósica por las esperanzas que despertó. Yo vivía en París y estaba comiendo un cous-cous por Saint Denise a la hora del cierre de las urnas cuando pasó el primer militante rumbo a la plaza de la Bastilla. Su grito desafiante parecía instalar una nueva época: ‘¡Á bas le roi!’. Sí, ¡abajo el rey!, tal como habían gritado en la misma plaza los revolucionarios de 1789.
A diferencia de Sarkozy, en la primera vuelta había triunfado el presidente saliente, Giscard d’Estaing, con el 28%, contra el 25,8% de Mitterrand. Y vino un debate célebre donde el arrogante Giscard le preguntó a su contrincante si sabía a cuánto estaba el dólar ese día. Mitterrand le paró el carro con dignidad y aplomo: ‘No de ese modo. Usted no es aquí el Presidente de Francia ni yo soy su alumno’. Aunque su rostro no expresaba casi nada, esa respuesta viró a su favor a los últimos indecisos.
Cientos de miles de parisinos salieron a festejar la victoria la noche del 10 de mayo. Recuerdo además a un grupo de refugiados chilenos marchando al son de: ‘El pueblo unido/ jamás será vencido’. Como si hubiera ganado un segundo Allende, una segunda Unidad Popular, aunque era muy al revés pues el PS francés se había despedido de cualquier idea de marxismo o de revolución a secas. Por eso había triunfado. Y por esa misma razón ganaría al año siguiente, en España, Felipe González, otro ex marxista que se las había jugado en la clandestinidad contra el franquismo. Occidente enterraba a las vanguardias políticas y artísticas en los sinsentidos de la posmodernidad. Las revoluciones que se avecinaban venían a contravía de la teoría marxista, levantándose contra los regímenes totalitarios de Europa del Este que se decían ‘socialistas’.
Ahora juega el péndulo de la crisis económica: el socialismo que gana en Francia perdió en España, pero Europa es otra cosa, el mundo es otra cosa, las palabras ya no dicen lo que querían decir.