La política suele tener sus límites en la realidad. Hay sistemas de gobierno como los reinados, en los cuales los súbditos entregan al soberano todos los poderes e instituciones.
Al hipotecar sus derechos, sin embargo, reducen al máximo sus obligaciones y dejan que el monarca haga su voluntad a cambio de recibir sin dar nada. Este trueque suele resultar conveniente en países con riquezas naturales en los cuales el mayor anhelo consiste en que el rey sea lo más sensato posible.
En el otro extremo están los países que dependen mayormente de la iniciativa ciudadana y de la organización político-institucional que son capaces de crear. Las leyes e instituciones intentan ser herramientas para regular y tramitar los conflictos de intereses y para ofrecer igualdad de oportunidades. Los miembros de esas sociedades tienen fuertes obligaciones, pero también saben que pueden exigir sus derechos.
¿En qué parte del radar político se encuentran esos países cuyos gobernantes concentran todos los poderes en nombre de la llamada democracia plebiscitaria y en función del gasto irresponsable, cuyos ciudadanos son enfrentados en nombre del odio social, donde se condena el emprendimiento, se usan políticamente los subsidios y se mantiene una economía con graves problemas estructurales no viable en el mediano plazo?
En este último tipo de países –afectados generalmente por la “desgracia” de depender de materias primas- se gobierna en función de lo que dicen las encuestas y no se toman medidas “impopulares”. Y si bien se habla de ciudadanía, esta no existe en la realidad porque se delega a un caudillo la tarea de poner la casa en orden, y este, normalmente, termina concentrando las instituciones pero entorpeciendo el funcionamiento del Estado y la participación ciudadana. Para estos gobiernos, por supuesto, cualquier voz que no suene como la suya debe ser acallada.
Estos gobiernos “perfectos”, generalmente nacidos como respuesta a la ineficiencia precedente, se entrampan al cabo del tiempo, pues terminan siendo víctimas de su asistencialismo y son incapaces de mejorar la productividad y la competitividad más allá de lo que brindan los recursos naturales y, al mismo tiempo, se ahogan en las mil responsabilidades que generan las sociedades impávidas. Estos gobiernos son víctimas de su propio discurso de odio y división y no pueden resolver problemas básicos, como la inseguridad y el desempleo.
Estos gobiernos suelen inventar consultas mañosas para “legitimarse” -pues nunca les basta con el encargo del soberano- y para tener más poder, aunque deban echar abajo su propia “arquitectura” constitucional y su discurso sobre el Poder Ciudadano. Y, de paso, para limitar la libertad de expresión.
Ahítos de poder, no suelen darse cuenta en qué momento se sobregiran. Lo importante es que la ciudadanía sí se percate.