Casi todos hemos oído historias de duendes asociadas a un personaje siniestro, de baja estatura y sombrero, que deambulaba por campos y ciudades. En todas las culturas, los duendes corresponden a criaturas mágicas, de forma humanoide, que la cultura popular ha recogido como parte de sus mitos, leyendas y tradiciones.
Su nombre proviene de la expresión “duen de casa” o “dueño de casa”, porque los duendes tienden a “apoderarse” de los hogares y encantarles, o bien del árabe “duar de la casa” (“que habita, habitante”). En Europa se relacionaba a los duendes con las hadas, equivalentes al goblin, un fantasma de ese talante que, maliciosamente, merodeaba por esos lares. Se dice que aparecía en las noches y lanzaba piedritas a las chicas para llamar su atención y enamorarlas.
Se describen a los duendes como seres sobrenaturales, escurridizos, de un metro de altura, aproximadamente, con orejas puntiagudas y piel verdosa, dedicados a cuidar la naturaleza. Los cuentos los describen como maliciosos y bromistas, considerados como tipos de gnomos, trasgos o pomberos sudamericanos.
La Real Academia de la Lengua Española define al duende -conocido en los Andes como Chuzalongo-, un “enano de pene morrocotudo que ataca en el campo a las mujeres”, y pertenece a la tradición mítica popular ecuatoriana.
El Chuzalongo procede de dos vocablos kichwas: Chuza que significa “pequeño” y longo que se traduce como “niño”: el duende mítico ecuatoriano que atormenta a doncellas y agricultores.
La literatura oral del Ecuador es pródiga en relatos fantásticos sobre este célebre personaje. Laura Hidalgo, escritora ecuatoriana, recogió en un libro sus historias llenas de humor y ocurrencias. Se trata de “Duendes y duendas más otros aparecidos de aquicito nomás”. Estos relatos mágicos perduran hasta nuestros días.
Les pregunto, amigos lectores: ¿cuántos duendes y duendas andan sueltos todavía en Quito y otras ciudades, en esta época oscura por obra y (des)gracia de los apagones?