Conforme avanza el siglo XXI avanza también la sensación de asistir a las postrimerías de una época, al hundimiento de un período de la historia, a un letárgico final de fiesta. Uno de los rasgos de esta posmodernidad es el pesimismo frente al futuro.
Al ciudadano común le acapara la sensación de que ha dejado de ser el dueño de su vida, que hay poderes externos que manejan su existencia. Sospecha que hay nuevos obstáculos sembrados en su camino hacia el bienestar. Y sospecha también que mucho de ello se debe a las malas políticas que rigen los estados, a la incongruencia y corrupción de las élites gobernantes.
No son pocos los que creen que luego de una época de alegre disipación, corrupción y arbitrariedad, el futuro que llega inevitablemente será sombrío.
No cabe duda, el miedo enturbia toda visión del porvenir. Y a pesar de todo ello, a pesar de que en el horizonte se avizoran los indicios del desplome, no falta quienes enarbolan discursos que lo niegan.
Bien se ve, son aquellos que ayer despilfarraron la confianza que les brindó un pueblo, los que temen que se acabe el dispendio al que estuvieron habituados. ¿Optimismo o cinismo? Todo llega a ser ambiguo y devaluado en esta modernidad líquida.
Esta sensación de hundimiento que hoy domina a la sociedad posmoderna bien podríamos darle un nombre: el síndrome del Titanic. Al igual que en la tragedia del célebre buque, se vislumbran indicios de peligros inminentes que podrían emerger en el camino.
Hay voces que merecen ser oídas, entre ellas, las del sociólogo Jacques Attali, quien advierte: “el Titanic somos nosotros, nuestra sociedad triunfalista; todos suponemos que oculto en algún recoveco del futuro nos aguarda un iceberg contra el que colisionaremos y hasta que nos hundamos al son de un espectacular acompañamiento musical”.
A despecho de quienes se vanaglorian de haber sembrado décadas de progreso a base del despilfarro y el endeudamiento irresponsable habrá que recordarles lo que Luis XV dejó sentado como fatídico testamento: “después de mí, el diluvio”.
Un Titanic condenado al naufragio resulta ser esta “modernidad líquida”, tal como la llama Zygmunt Bauman. “Líquida,” porque aquellos valores tanto éticos como morales que siempre tuvieron consistencia, ahora se han diluido, son moneda devaluada, se adaptan al interés de cada quien, sirven por igual a la mentira como a la verdad.
Una sociedad en la que la cultura sirve a las fascinaciones del mercado y en la que la ley, las relaciones humanas al igual que un electrodoméstico tienen validez limitada, pues vivimos la civilización de lo descartable, es una sociedad en la que los paradigmas en los que fundamos nuestras vidas han dejado de funcionar.
Lo que se ofrece solo son analgésicos que amortiguan nuestros escrúpulos morales. Los conceptos de amor, dignidad, lealtad, fe y patria han perdido consistencia.
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