A mediados de los años ochenta ser de izquierda significaba estar contra el poder y buscar nuevas formas de expresión.
Por entonces, Hoy era un matutino innovador, con periodistas jóvenes que enfrentaban diariamente a un Gobierno autoritario, intolerante, que atropellaba los derechos de la gente e intentaba silenciar a los medios insumisos de diversas maneras, empezando por suprimir la publicidad oficial, chantajear a los auspiciantes privados y dificultar el suministro de papel.
En esa promoción de editorialistas y cronistas se incluía un exjesuita no tan joven que digamos, que recurría a la sólida cultura adquirida en los claustros y a un sentido de la ironía asimilado Dios sabe dónde.
Aunque no era ese Dios abstracto de las altas esferas políticas y vaticanas, sino el cristianismo de base, con minúsculas, de la iglesia de los pobres, el que sustentaba sus artículos. Me refiero, claro está, a Simón Espinosa, cuya antología ‘Vine, vi, linché’ aterrizó la semana pasada en mi velador y ha competido dignamente con la avalancha mundialista.
A diferencia de los estrategas que buscan ganar de cualquier manera, Simón, amante de la estética, intentó siempre conmover, debatir y rescatar a personajes como Hernán Malo, exrector de la Católica, y Leonidas Proaño, el obispo de los indios. Además, en estos tiempos confusos cuando varios de sus excolegas se han cambiado a la vereda opuesta, él siguió fiel a una línea democrática e independiente.
Lo que añade un dejo de melancolía a la relectura de sus textos es que fueron apareciendo a lo largo de tres décadas en un diario hostigado que acaba de suspender su circulación escrita.
Por pura coincidencia me llegaron también dos libros de Eskeletra que juntan los estupendos artículos de otro viejo conocido, Huilo Ruales, quien colaboraba en una revista que editábamos con Pancho Huerta en la misma época de Febres Cordero y que falleció de desnutrición porque los auspiciantes, asustados o presionados, retiraron la publicidad.
Pero Huilo no tocaba la política; sus crónicas alimentaban más bien a ese periodismo literario que aleteaba en medios como el mentado Hoy y la revista Diners, y que pegó tan bien que una generación después es difícil encontrar a un cronista joven que no hable en primera persona y no tenga pujos literarios.
Huilo siempre fue más allá. Lo suyo no era una técnica ni una pose sino una forma de vida. De una vida dividida entre Francia y Ecuador. Sus memorables retratos de Roberto Bolaños, Delfín Quishpe, del Charlesatlas ibarreño y la Liz Taylor exhiben un agudo olfato, una mirada pícara y esa envidiable riqueza verbal que absorbió en las calles de su Ibarra natal y enriqueció con muchas lecturas sedientas.
Sus alocadas novelas son cuento aparte; aquí hablamos tan solo de los artículos que apuntan a lo real. Y que solo flaquean cuando él también quiere hacer allí ‘literatura’. Para qué, si el Huilo es la literatura con patas.