El ‘Quijote’, escribió Mario Vargas Llosa alguna vez, es un canto a la libertad. Es una novela de hombres libres. En el capítulo 58 de la segunda parte de la clásica obra cervantina, dos Quijote equipara, entre “los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos”, la libertad y la honra.
Listo para proseguir sus andanzas, luego de despedirse del duque, en un extenso diálogo con Sancho, su escudero, le dice: “Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida…” El caballero manchego, mientras recorría los polvorientos caminos de España desfaciendo entuertos y socorriendo desvalidos, nunca habría renunciado a su libertad. Nunca habría puesto precio a su honra. El idealista personaje cervantino es la encarnación de múltiples valores permanentes e intangibles (libertad, honor, solidaridad, rebeldía, justicia, honestidad), inherentes a una vida noble y trascendente.
Cervantes creía que el hombre, que se dignifica defendiendo su libertad, se degrada limitando la de los demás. “No es bien -escribía- que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres…” Esa libertad, con la que “no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra” y “el mar encubre” y que nos otorga la posibilidad de pensar y actuar sin presiones ni condicionamientos, en función exclusiva de nuestra inteligencia y nuestra voluntad, no se ahoga con la injusticia o con una sanción.
Eran, podrían replicarme, otros tiempos: la sociedad actual, contradictoria y alienante, utilitaria y egoísta, concibe esos valores en una forma diferente. No estoy de acuerdo. El honor -la buena reputación, la honra, el prestigio- no pueden ser tasados, como una simple mercancía, según el capricho interesado del supuesto ofendido o la subjetividad pusilánime de un juez. El respeto no se obliga: se gana y se merece. El político, como hombre público, está sujeto a la crítica y la denuncia, que constituyen derechos inalienables de los ciudadanos. Las falsas ofensas o faltas de respeto se resarcen con el conocimiento de la verdad. No se reparan, aprovechando la protección y la impunidad del poder, con el insulto o con velados mecanismos judiciales de represión.
La persona que pone precio a su honor, como si fuera una vulgar mercancía -o que pretende exigir un respeto no ganado-, ya lo ha perdido. La utilización de un poder hegemónico y concentrador, taimadamente amenazante, para obtener indemnizaciones pecuniarias por un supuesto daño moral, o para imponer el temor y el silencio, es un nefasto precedente. Es prostituir el poder. Es una forma burda de abuso, manipulación y atropello. No hay -no puede haber- una resolución judicial independiente, ceñida estrictamente los hechos, a las disposiciones legales y a la equidad, con jueces controlados, sumisos y amedrentados, preocupados más por la conservación de su cargo que por el imperio de la justicia y la verdad.