Cuando una persona a quien consideramos “diferente” en términos políticos, ideológicos, religiosos, nacionales, regionales, étnicos, deportivos o familiares comete un acto de corrupción, abusa de su poder y su autoridad irrespeta las leyes, hace trampa o falta a la verdad, nos resulta fácil, en general, condenar la acción y las actitudes que la subyacen.
Al contrario, cuando ese acto es cometido por alguien con quien nos sentimos identificados en cualquiera de aquellos términos, a quien vemos como “uno de los nuestros”, muchas y muchos de nosotros buscamos negar o justificar el acto e introducimos el lógicamente indefendible argumento de que una transgresión por parte de “uno de ellos” y una por parte de “uno de nosotros” son diferentes. “Ah!” decimos, “¡es que eso es diferente!”
Este sesgo en la formulación de juicios morales interfiere de manera contundente con nuestra capacidad para lograr la real resolución de nuestros problemas como individuos y como sociedades. Impide un adecuado diagnóstico de la realidad, como está ocurriendo en estos momentos en Siria, donde cada uno de los bandos en guerra civil interpreta la realidad desde una visión tan radicalmente sesgada que se hace imposible pensar siquiera en sentar a las partes a buscar una resolución negociada. También impide que quien comete cualquier acto moralmente cuestionable acepte la responsabilidad de haberlo cometido y/o reconozca haber hecho mal. Y en consecuencia de esos impedimentos, permite que muchos y muchas de nosotros sigamos alegremente por el camino de causar daños de diversos tipos y simultáneamente condenar los daños que otros causan, sin la menor percepción de incongruencia.
Uno de los muchos imperativos morales sobre los cuales es esencial que cada vez más de nosotros nos pongamos de acuerdo es el de llegar a reconocer que una transgresión por parte de “uno de ellos” y una transgresión por parte de “uno de nosotros” no son diferentes.
La violación de los derechos humanos por las dictaduras de derecha y por las dictaduras de izquierda, en la larga y triste historia de nuestros pueblos latinoamericanos, constituye exactamente el mismo delito, igualmente inaceptable e igualmente condenable. El acto de corrupción cometido por un miembro de nuestro partido político es tan acto de corrupción como el cometido por un miembro del partido contrario. Y en el nivel más íntimo, en el cual nace y se consolida la responsabilidad moral, lo que está mal que hagan otros está mal que hagamos nosotros.
Esta línea de razonamiento no es ni nueva ni difícil de entender. Sin embargo, parece muy difícil de poner en práctica. ¿Por qué? Porque, siendo eminentemente razonable, demanda aquello que menos parecemos estimular en nuestros sistemas de crianza y de educación: madurez.