Quito era un solo barrio. De El Tejar a La Tola, de San Sebastián a San Blas –sus puntos cardinales–; las noticias volaban de boca en boca y se deslizaban por las rendijas de las antiguas y talladas puertas de calle. Empezaba el siglo XX. Aún estaba viva la memoria de don Eloy, patriarca curtido en combates, amable y apenas sonreído, paseando por donde iban a incinerarlo, con su perilla blanca, levita marinera, gorra militar y bastón con empuñadura de oro. La Ronda era una callecita desdeñada por aristócratas y adinerados y, como tal, no merecía ninguna deferencia pública. Ese lugar se convirtió en centro de encuentro de escritores, poetas, músicos, artistas…
Por ese viejo Quito caminaba, con su acicalada melena y su paso suelto y brioso, luciendo trajes con chaleco, en el cual brillaba una leontina de oro, zapatos de hule reluciente y sombrero de fieltro, Sergio Mejía Aguirre (1890-1972). El rostro moreno algo ancho donde brillaban como luciérnagas sus ojos que esparcían picardía y desvelaban a un hombre enamoradizo y conquistador. Llevaba con singular donaire su cámara fotográfica.
Sergio Mejía Aguirre, un don Juan afable y ceremonioso
Se trataba de un personaje señorial y refinado, conocido por sus atributos de don Juan y bohemio empedernido. Maestro de capilla, fotógrafo, músico, poeta y teatrero popular, él mismo se describió como “libertino y mundano”. Murió pobre de solemnidad, pero soberbio e impasible. Su vida fue una parábola de amores y quebrantos. Llama y torbellino juntos, abismados debajo del recuerdo y el olvido. Amaba su oficio de fotógrafo, pero más su fisgoneo en los intersticios del amor y la aventura. Los últimos años vivió solo, era todo lo que le quedaba.
Varios episodios dan cuenta de su espíritu trashumante y osado. Una noche, junto a tres amigos, fue de serenata. Subieron un piano a un muro desde el cual podía exponer mejor sus canciones. Mejía Aguirre inició su intervención. Sus cómplices dejaron de sostenerlo, entre risas, y él quedó inmóvil para evitar la caída. Al amanecer, parecía un pajarraco de los avernos y tuvo que soportar, congelado y estoico, el desfile de las beatas que se santiguaban ante su presencia.
Un gnomo bailaba en su alma. Desde muy niño, en Cayambe, sus padres tuvieron que pasar vicisitudes tratando de aplacar sus travesuras. A los 15 años Eloy Alfaro lo nombró teniente de reserva. Nadie sabe cómo después una empresaria y fotógrafa, Zoila Alen Castro, apasionada por este oficio, se convirtió en su maestra. La fotografía promueve la nostalgia, es un arte melancólico, crepuscular, coincidente con el temperamento sensible de Mejía Aguirre, quien, ya en Quito, se convirtió en un preciado fotógrafo.
Viudo y divorciado –decían las buenas lenguas que varias veces en distintas provincias–, fundó amistad con los intelectuales de la época, quienes celebraban sus interpretaciones con su voz privilegiada y el instrumento que pusieran en sus manos. Por las tardes, salía presuroso de su estudio y se dirigía al Murcielagario, situado en una casa esquinera de La Ronda.
La casona olía a árboles y jardines, y –rezagos de su tiempo de apogeo– exhibía sillones frailunos con chispas de pan de oro, mesas esculpidas y butacones forrados de damasco; gobelinos vaporosos exornaban las ventanas. La casa fue heredada por Ana Luisa Muñoz, gestora de tertulias y recitales de poesía y música.
¿Quién creó el ecuatorianismo murcielagario? Según reseñistas de la época fue el comandante Antonio Alomía, quien fungía de cantinero. Hombretón calvo de grises mostachos entorchados, fastidiado de escuchar elogios al poema El viejo de la esquina de Alfonso Moscoso, apostó canelazos gratuitos durante una semana con adeptos del poeta que en ese lapso él escribiría algo mejor que el poema de Moscoso. Llegado el momento, el comandante pronunció la palabra murcielagario, seguido de estentóreas carcajadas. La palabreja sugería “cantina de mala muerte”.
Sergio Mejía Aguirre, figura emblemática del Murcielagario, autor de dos pasillos: le ganó de mano a la historia con uno, su memorable Negra mala. Música y letra de este pasillo trascendió fronteras y estuvo a punto de servir de banda sonora en una película italiana, triunfos que no alteraron en nada el orgullo y la bonhomía que signaron su existencia.
Y en la vieja casona del Murcielagario, siguen cantando viejos y jóvenes, los más a capela: “Ni siquiera tu recuerdo/ Viene ahora a consolarme/ Porque creo que se ha muerto/ Con el frío de las tardes/ En que pienso que ya es vana/ Mi locura de esperarte”…