El mortífero coronavirus ha desnudado realidades que se mantenían invisibles, se comentaban en voz baja, ocupaban espacios marginales en los medios. Sin duda, la miseria y la inequidad han sido la revelación más dramática. Adicionalmente, ha puesto en evidencia un sistema público de salud precario, descuartizado, deprimente y hasta peligroso.
Las expresiones de este agujero en la salud cubren un espectro inmenso. Personal sanitario insuficiente, carencia de insumos, capacidades reducidas. Y además ausencia de prevención, desarticulación entre entidades del sector, manchas de corrupción. Y para redondear, mínimas capacidades de investigación y redes internacionales de apoyo. Un sistema en crisis enfrentando una crisis mayor.
El asunto se agrava porque no es tema pasajero ni casual. El sistema es débil porque ha sido debilitado por políticos y administradores. Por ineptitud, por corrupción, por novelería. Y también por posturas ideológicas dogmáticas que apostaban por la privatización total de los servicios, la reducción del estado a una minúscula expresión. La consigna que desgarra Chile ilustra la situación: menos Estado y más mercado… solo mercado para algunos fundamentalistas.
Esta desestructuración del servicio de salud dejó de ser un tema sanitario para mostrar su dimensión política y ética. Entraña una forma de concebir el Estado, los servicios y derechos de ciudadanos, en especial de aquellos marginados al límite de lo imposible.
La peste clama por modelos públicos de salud (y educación) repotenciados, con recursos, sistémicos, con visiones de presente y futuro, transparentes, sostenibles. Sistemas que atraviesen la temporalidad de un gobierno y los apetitos de determinadas argollas. Un retorno pujante del Estado a las áreas sociales. Solo el Estado puede desplegar estrategias para toda una sociedad. Sólo un Estado con servicios robustos puede garantizar nuestros derechos a la vida, a una buena salud, a educación de calidad, a protección permanente.
Pero claro, no se trata de cualquier Estado ni del mismo Estado. No se trata de volver a la centralización total y al ahogamiento social. Se trata de un estado abierto y democrático. Que interlocuta con la sociedad. Que articula esfuerzos privados. Que promueve la participación y rendición de cuentas. Que descentraliza y valora la iniciativa local. Que se alinea con la diversidad y disiente de modelos uniformes y estandarizados. Que entierra el exabrupto del partido y el pensamiento único. Un estado ciudadano parece ser el camino.
La tragedia deja lecciones. No permitamos que se esfumen. Nos impulsa a recuperar lo público, a fortalecer servicios sociales para todos. Nos induce hacia un nuevo Estado con rostro y alma social. Que no se reparte cual botín de corsario… Un estado sensible e incluyente, dialogante, limpio y eficiente.