A flor de piel, latente, escondida pero viva, así está en estos tiempos la sensibilidad humana. Para algunos, signo de debilidad, la capacidad de emocionarse, de dejarse llevar por cosas simples, de entusiasmarse por la lectura de un libro, por la nota de una canción o la evocación de un poema, por una sonrisa o un gesto, es, sin embargo, lo que nos distingue de la barbarie, lo que nos hace personas, y, en cierto modo, lo que nos salva y nos permite vivir con la dignidad que es cada vez más escasa, más precaria, más difusa.
La sensibilidad, la capacidad de asombro, la posibilidad de imaginar, tienen su refugio en la cultura, siempre que ella no se convierta en máscara de ideologías, en excusa del poder o en argumento de la propaganda y del mercado. Esa cultura que brota como testimonio de humanidad cuando uno tuvo el acierto de ir a la presentación de un libro, a mirar las escasas películas que valen la pena, o si tuvo la fortuna de encontrar un contertulio inteligente que sea capaz de conversar, de escuchar, o de callar.
Esas ocasiones, que se abren como raros resquicios en el agobio de la ciudad y de estos tiempos, despiertan la tímida esperanza, pero esperanza al fin, de que si es posible ser distintos y vivir fuera del estrépito que nos marca y nos inunda, lejos de la mediocridad ambiente que tira para abajo, que descalifica la excelencia y que nos hace masas obedientes.
Esas afortunadas ocasiones son un punto de contacto con la inconformidad y la rebelión a seguir como clase media embelesada por el disparate y el consumo, entontecida por lo que cada mañana nos inocula el noticiero. Son oportunidades escasas para salvar un día, una semana, una época. Para pensar distinto y descubrir, otra vez, la obligación y el reto de ser persona con toda la investidura de dignidad que eso conlleva.
“Rayuela” es una librería quiteña con ambiente, donde aún persiste lo que se podría llamar “el sentido y la significación del libro”, donde aún hay tiempo para mirar y leer, para preguntar y conversar. Y no pudo ser mejor escogido el escenario lleno de libros de Rayuela, para escuchar la lectura del poemario de Corina Dávalos –Memoria del Paraíso-, la lúcida presentación de Javier Oquendo, y la deliciosa charla con que Corina nos condujo por senderos de cultura casi olvidada, de filosofía dicha con sencillez, de anécdotas que explican que la poesía es fruto y resultado de la sensibilidad, de la capacidad de decir, de comunicar, que es resultado del talento para dejar en un breve y excelente libro -en una línea- ideas, sentimientos e ilusiones. Charla que fue testimonio, llano y sin retórica, de que en los tiempos que corren, pese a toda su brutalidad y su premura, es posible evocar recuerdos, dibujar con las palabras la magia de una mañana en el parque, o fotografiar en una rima la luz tras la ventana. O dejar bien escrita la simple alegría de vivir.