Mediciones de las últimas semanas revelan que el idilio inicial empieza a perder su encanto. La confianza de la población en la figura presidencial como en la del gobierno va descendiendo. Desde un pico de casi un 70% ha ido rebajando paulatinamente hasta ubicarse un poco por encima del 40%. Una disminución considerable si se tiene en cuenta que a la actual administración aún le resta algo más de tres años y que, en el ámbito económico, falta que comunique las definiciones gubernamentales para saber a ciencia cierta cómo se va a enfrentar la pesada herencia dejada de forma irresponsable por el régimen de la década del saqueo. Y a los ciudadanos no le faltan razones para el escepticismo. Desde nombramientos que han puesto nuevamente en posiciones estelares a defensores a ultranza de los excesos y descalificaciones del antiguo régimen, hasta las dubitaciones y demoras para tomar decisiones que señalarían el rumbo elegido por el gobierno para lo que resta de su mandato. A esto se suman la serie de inconsistencias en materia de política exterior, que por un lado hace gestos para recomponer las relaciones con países que inexplicablemente habíamos descuidado, pero sigue emitiendo alabanzas a regímenes dictatoriales o que maltratan a sus poblaciones de manera infame como es el caso de Venezuela.
Inconsistencias que por una parte ofrecen abrir las puertas a los refugiados y que, de otro lado, imponen obligaciones burocráticas a los empleadores que contratan extranjeros, léanse ciudadanos venezolanos.
Hay que añadir el daño que hace en parte al régimen el destape de toda esa podredumbre revelada por las disputas intestinas de los antiguos correligionarios. Pero seguramente lo que más le afecta a la credibilidad del régimen, principalmente en esa porción de la población que no votó por el actual mandatario pero que le otorgó el beneficio de la duda en los primeros meses al observar los tibios esfuerzos por desembarazarse de la herencia correísta, es la falta de decisión para despojarse de ese discurso cansino que repite incesantemente que todos los esfuerzos se realizan pensando en los más pobres, cuando son ellos los que padecen los efectos de una política inviable que impide que retorne la confianza en los sectores productivos; y se ven impedidos de acceder a nuevas plazas de trabajo.
El país está inmerso en una modorra que conspira con la posibilidad de revertir el círculo perverso que lo tiene maniatado. La falta de certeza y decisiones del régimen no brinda luces sobre lo que se podría esperar en el futuro inmediato. Y la oportunidad de hacer las enmiendas mientras exista un respaldo importante se va corroyendo. No vaya a ser que el deterioro económico se acentúe y ya no se cuente con la confianza de la población, lo que permitiría al gobierno atenuar las resistencias a correcciones imperativas. Aquello abriría las puertas para el retorno de los hechiceros del desastre que nos condujeron al caos que experimentamos en al actualidad.