Los fanáticos, en general, se ven a sí mismos como personas imparciales y razonables, y tienden a considerar que los intolerantes son los demás. Para los fanáticos sus dogmas son la doctrina auténtica y sus profetas, los mensajeros legítimos de la verdad revelada. Sus libros sagrados -sea el Nuevo Testamento, la Tora, el Corán o el Capital- son instrumentos de prueba científica y su contenido debe defenderse de los herejes, cuando no imponerse a los infieles.
Las creencias toman posesión de nuestra cabeza de diversas maneras. Las culturas donde se desenvuelve nuestra vida hasta la adolescencia son motor principal de la fe incondicional. Las creencias nos invaden por experiencias insólitas (rituales esotéricos, trances místicos, revelaciones inducidas) o cuando nos suceden eventos ‘milagrosos’ (curaciones asombrosas, momentos de suerte, beneficios inesperados).
Los conocimientos y las creencias, una vez codificados en la corteza cerebral, definen las premisas sobre las cuales se fundamentan nuestros razonamientos. J. Krishnamurti, el filósofo hindú, va más allá cuando expresa que “los pensamientos crean al pensador, quien se autoasigna un sentido de identidad permanente; son los pensamientos los que definen al pensador y no al contrario” (como normalmente consideramos).
Si las premisas básicas de una estructura mental están erradas (por ejemplo, la Tierra es plana), las conclusiones tomarán rumbos inesperados. Como las creencias dogmáticas no provienen de la razón, no es posible modificarlas mediante la lógica. “Con razonamientos no es posible sacar a alguien de una posición a la que llegó irracionalmente”, escribió el escritor irlandés Jonathan Swift. En los casos extremos, ni siquiera las demostraciones de la ciencia convencen a los creyentes de su error. Según una encuesta Gallup del 2012, a manera de ejemplo, 46% de los norteamericanos cree que Dios hizo al hombre en su forma actual hace unos seis mil años, y apenas 15% acepta que los humanos somos el resultado de una evolución de millones de años a partir de especies inferiores de vida.
¿Y qué tiene que ver ‘El Capital’ con libros sagrados? “Después de que acepté el marxismo como la interpretación correcta de la historia, se acabaron para mí todas las dudas”, escribió Mao Zedong, el máximo dirigente de la China comunista entre 1949 y 1976. Sus creencias ‘infalibles’ llevaron al líder chino a acciones que causaron más de diez millones de muertes.
En una columna reciente elogié la obra de algún ateo bondadoso asesinado por su enfrentamiento con el fetichismo en la India. La simpatía de mi artículo con las campañas contra la superstición enfurecieron a un fervoroso creyente: “En este escrito y en muchos de sus comentarios”, anotó, “andan todos los demonios tratando de diseminar sus odios, con el alma envenenada en sus vidas”. Y agregó: “Esta conducta los hace automáticamente merecedores de los mismísimos infiernos por toda la eternidad”. Quien se atreva a discrepar de sus convicciones está condenado al fuego extremista de la próxima vida, una especie de equivalente a las bombas incendiarias del islamismo o de las FARC que fanáticos similares detonan para imponer sus dogmas.