Vestido a la vieja usanza, llevando con prestancia el poncho de Castilla, embozado en la bufanda, calzando las espuelas roncadoras, el chagra cabalgó, y cabalga, desde los tiempos coloniales, por las rutas del país rural.
El chagra viejo sabía de barbechos, de siembras y cosechas. Su destreza era la misma unciendo la yunta que amansando mulas bravas. Tejía riendas sentado en el poyo de la casa. Arreglaba aperos y torcía sogas en las horas vacías de las tardes de invierno. Madrugaba al ordeño y amaba esos rejos mugientes que dieron hondura y calor a las mañanas heladas. Conocía de memoria el recodo de los caminos. Le eran familiares cada penco y todos los rumbos para llegar a los pueblos y bajar sin riesgo de los páramos. Sabía de horizontes y quebradas, de nevazones y pantanos; amaba, y ama, quizá sin saberlo, el país campesino y profundo.
El caballo es, y fue, su afición y los aperos criollos, su orgullo. Fue jinete que supo de la maravilla de cabalgar días enteros. Conoció el arte de ir haciendo el camino sin premura y de vivir el paisaje como casa y escenario. Solamente por el ruido de los cascos, advertía si lo que llegaba por el camino de herradura era humilde mular o presuntuoso caballo de paso. Admiró los andares de los “braceadores de entrar al pueblo” y la energía y docilidad de los caballos de trabajo. Él hizo de domas y vaquerías una fiesta de destrezas. Las galopadas por los pajonales en los rodeos le hicieron duro, le atezaron el alma y le dieron el orgullo propio de su personalidad.
Zamarros y espuelas, pellones y monturas son sus prendas. Nada en su atuendo es superfluo; todo es esencial, nacido de la adaptación y la necesidad. La montura criolla es un ejemplo de evolución cultural y un monumento a la historia de la vida cotidiana. El poncho chacarero nació de la costumbre de andar a caballo. Es una prenda mestiza, como es el sombrero campesino, la bufanda, la alpargata y la chalina. El poncho de Castilla es la prenda cariñosa que encierra los secretos de la identidad campesina. El poncho cubre las pobrezas, ampara de los fríos y la lluvia, engalana las fiestas y trabajos; es cobija y pellón, lujo y adorno.
En Machachi o Yanahurco, y en otros rincones serranos, aún prosperan el chagra y sus hijos. En cada fiesta de los pueblos, como en Machachi o en Sibambe, cuando se trata de homenajear al santo patrono, vuelven los chagras a las marchas; llenan con el estrépito de sus cabalgaduras las plazas y las calles; torean extendiendo los ponchos frente al toro; apuestan en las galleras, jinetean en los rodeos y, después, retornan a las aldeas, a sacudir con el prestigio del hombre de a caballo los orgullos escondidos en esa gente recia, afirmativa y franca que constituye el fondo humano de una cultura que sobrevive a pesar de todos los prejuicios.
El chagra es un mestizo esencial. Es, como el montubio, una confesión de identidad.