El Presidente de la República, en su reciente gira por Europa, ha tocado un tema sensible y de especial importancia para el país: la seguridad jurídica como condición necesaria para la inversión, y yo diría, para todas las actividades humanas. El tema no debería ser entendido como un simple enunciado teórico. Es un compromiso que ha asumido el país al más alto nivel político. El mensaje habrá llegado, a no dudarlo, a grupos empresariales importantes que estarán valorando la posibilidad de depositar su confianza en el Ecuador. Es un asunto que, por cierto, tiene implicaciones sustanciales, y genera innumerables retos para el Estado.
Restaurar la seguridad jurídica es una tarea enorme, y supone, al menos, lo siguiente:
1.- Estabilidad jurídica.- El compromiso anunciado por el Ecuador frente a los potenciales inversionistas no tendría sentido a menos que se sustente en la estabilidad jurídica efectiva y en la restauración del sentido de legalidad que tanto menoscabo sufrió en los últimos años. Los constantes cambios de las reglas de juego, especialmente en materia tributaria y contractual, conspiran contra la posibilidad de hacer negocios legítimos, prestar servicios eficientes y generar ganancias razonables. Conspiran contra el desarrollo, que, como prueba la experiencia, solo se alcanza con la dinámica que imprime a la sociedad la empresa privada. El inversionista no busca privilegios, no espera subsidios; sí aspira, en cambio, a que el marco jurídico y los contratos al amparo de los cuales trae sus capitales, se respeten y que la conducta de las autoridades sea previsible, ajustada rigurosamente a las normas y a los acuerdos. En suma, apuesta a la certeza y a la claridad. Nadie serio invierte si la arbitrariedad campea, o si las leyes se interpretan al buen saber y entender de la burocracia o de los jueces, o si los textos legales o contractuales son simples referencias sin sustancia.
2.- Estabilidad contractual.- Los contratos de concesión, y los demás que celebran las entidades públicas con los inversionistas, son los instrumentos jurídicos que articulan los derechos y obligaciones de las partes, y las expectativas de quien invierte. Más aún, establecen las reglas de relación entre el Estado y la empresa privada. Los contratos, como las leyes, no pueden quedar sometidos a la incertidumbre, a los cambios de opinión de los funcionarios, a interpretaciones casuísticas, y peor aún, al desconocimiento de sus cláusulas. El elemento determinante de todo contrato es la buena fe no solamente en la formulación del texto, sino en su ejecución.
Este es, sin duda alguna, uno de los temas críticos que debe enfrentar y subsanar el Gobierno Nacional. El incumplimiento de los contratos es un tema que conspira de modo grave contra la certeza que busca el inversionista. Como conspira también la falta de rigor en la interpretación de sus cláusulas y, a veces, el abierto desconocimiento de sus contenidos.
3.- La reivindicación del arbitraje.-La Constitución de 2008 (artículo 190) reconoció al arbitraje y a la mediación como procedimientos alternativos para la solución de conflictos, incluyendo, por cierto, las controversias entre inversionistas y Estado. La Ley de Arbitraje y Mediación, la Ley Orgánica de Contratación Pública y la ley Orgánica de la Procuraduría del Estado, desde hace tiempo, regulan ese sistema y permiten que toda controversia que derive de la ejecución o interpretación del contrato pueda someterse a este régimen. Las cláusulas arbitrales son parte esencial de los contratos de inversión o de concesión, y es allí donde se expresa la confianza de los inversionistas acerca de una administración de justicia imparcial y expedita. Sin embargo, desde el gobierno anterior, se han creado múltiples obstáculos, tanto para pactar cláusulas arbitrales, como para ejecutar los laudos que dictan los Tribunales. Prospera una suerte de “satanización” del arbitraje nacional, y por cierto, del arbitraje internacional.
El tema de la restauración de la seguridad jurídica para atraer el interés de inversionistas extranjeros y nacionales, tiene directa relación con la necesidad de fortalecer el arbitraje como método idóneo de solución de controversias, y eso supone aceptar, sin reservas, que todos los actos contractuales, y las controversias que deriven de ellos, deben resolverse en esa vía, porque eso es, precisamente, lo que se pacta con el Estado cuando se firma un contrato. Eso supone que se respeten los laudos, ya sea que beneficien o no al Estado o al inversionista, que se honren las cláusulas arbitrales y que cese la sistemática impugnación a la competencia de los Tribunales Arbitrales. Todo eso genera un ambiente de incertidumbre y de confusión, tanto más si las entidades públicas que firmaron y se beneficiaron del Contrato después objetan su texto.
4.- La seguridad Jurídica.-Es un enunciado poético que consta en el artículo 82 de la Constitución, como otros tantos deslices líricos en que incurrió semejante texto. El compromiso presidencial sería la ocasión para que asumamos que semejante asunto debería traducirse en la posibilidad concreta de saber con certeza cuáles son las conductas previsibles de la autoridad y cuál es el valor de los contratos de concesión.
Ojalá algún día, como sentenció la Corte Suprema de Justicia en el año 2002, constatemos que “El concepto de la seguridad jurídica alude al conjunto de condiciones necesarias para anticipar las consecuencias jurídicas de la conducta personal y de la de terceros; que propuesto como principio constitucional, significa que el orden jurídico proscribe cualquier práctica en el ejercicio del poder que conduzca a la incertidumbre, es decir, a la imposibilidad de anticipar o predecir las consecuencias jurídicas de la conducta”.