Con la fe no me meto. Cada uno puede creer en lo que quiera siempre que no afecte a los demás. Pero ese no es el caso de los líderes políticos y espirituales, cuyas creencias sobre los preservativos o el aborto, por ejemplo, pueden causar estragos en la vida de millones de fieles. E infieles. Sin embargo, el papa Francisco me cae bien: es campechano, le gusta el tango, le gusta el fútbol y quiere limpiar esa casa que le dejaron feamente contaminada.
De Juan XXIII guardo en mi memoria una imagen empolvada, tal como eran las calles de Tarqui por las que pedaleaba rumbo al colegio de los salesianos, cuyos métodos trasnochados de enseñanza empujaban a cualquier muchacho despierto directamente al agnosticismo. En esos años, Juan XXIII, de origen campesino, organizó el Concilio Vaticano II que modernizó a la Iglesia, abolió la misa en latín y dio pie a la línea izquierdista de la Iglesia de los pobres.
Murió en medio del Concilio, pero nada de eso lo convertía en candidato a unos altares poblados por místicos de cilicios y misioneros que se jugaron el pellejo entre leprosos y desamparados, en las antípodas del lujo y la alta política del Estado Vaticano.
Mediático, imán de multitudes, político conservador a carta cabal, producto también de la televisión, será Juan Pablo II el encargado de devaluar el santoral al llevar a los altares a centenas de escogidos, entre ellos a Escrivá de Balaguer. A propósito de su beatificación, recuerdo que la revista española Cambio 16 publicó un contundente artículo sobre “la doble vida” del cuestionado líder del Opus Dei.
Además, en pleno auge del sida, Wojtyla se opuso al uso de condones y se hizo de la vista gorda ante monstruos de la talla del legionario Maciel y una serie de curas pederastas oportunamente denunciados; tampoco enfrentó a los Pinochet y compañía sino que se fotografió con ellos.
En cambio, con la ayuda de la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigida por Ratzinger, mantuvo una política implacable contra la Teología de la Liberación y los religiosos que llevaban a la práctica la Iglesia de los pobres. No por democrático sino por anticomunista radical, impulsó hombro con hombro con Ronald Reagan el derrumbe de la Cortina de Hierro. De yapa, durante su papado se fortaleció la rosca financiera que le quedó como una herencia envenenada a Francisco.
Por esas y otras causas, teólogos, religiosos y comunidades de base cuestionaron desde el inicio el proceso de santificación más rápido de la historia, conducido por su aliado y heredero Benedicto XVI. Para equilibrar esta movida del ala reaccionaria, en un afán conciliador, Francisco agilitó la canonización del Papa Bueno, que al lado de Juan Pablo II era realmente un santo.
Puestas así las cosas, habrá que cambiar el concepto medioeval del santo místico y atormentado por una galería de líderes carismáticos que han rendido importantes servicios a la causa de la Iglesia romana. Amén.