El Doctor James Fay cuenta del día en que su hijo Charles le pidió que lo llevara a “la fiesta del año”. “Le pediste a tu mamá?”, preguntó el Doctor. “Sí, pero ella no puede”. Apenado porque él tampoco podía llevarlo, Fay sugirió a su hijo que le pida el favor a su amigo Tomás. Para su gran sorpresa, el chico respondió inmediatamente, y con total tranquilidad, que prefería no ir a la fiesta. Intrigado por esa poco probable decisión, el padre pidió a su hijo que se la explique. La respuesta: “Papá, Tomás ha comenzado a beber mucho. A veces sale de las fiestas borracho, y me da miedo subirme a un carro con él.” A la mañana siguiente, el Doctor encontró triste y cabizbajo a su hijo. “¿Qué te pasa?” preguntó, pensando que talvez estaría decepcionado por no haber ido a la fiesta. “Anoche,” contestó el hijo, “Tomás salió de la fiesta borracho, insistió en manejar en ese estado, y se chocó. Murió con otros cuatro amigos”.
La historia ilustra la importancia de lo que el Doctor Fay ya había logrado con su propio hijo: que aprenda a tomar buenas decisiones.
Porque cabe preguntarnos: ¿quién salvó la vida del muchacho? Y la respuesta es evidente: él salvó su propia vida. El deseo de ir a la fiesta pudo haberlo tentado a correr un riesgo demasiado alto, pero Charles decidió hacer lo prudente. ¿Cuántos de nuestros hijos y nuestras hijas son capaces de tomar similares decisiones, buenas y prudentes, ante riesgos como el de manejar demasiado rápido, de excederse en el alcohol, de probar drogas, de tener relaciones sexuales en la temprana adolescencia, a los que se enfrentan todos los días? Lo que permitió que Charles Fay, hoy un distinguido sicólogo, salve su propia vida aquella triste tarde fue el sistemático y consciente desarrollo por parte de sus padres de su inteligencia emocional.
Le estimularon a tomar sus propias decisiones desde pequeño, al principio en cosas también pequeñas como subirse o no a un árbol del cual podría caerse, o ponerse o no un saco cuando hacía frío.
Gradualmente, a medida que crecía, pudo ejercer su libertad de decisión en temas de creciente importancia.
Le ayudaron, con empatía y sin juzgarle con excesiva dureza, a reflexionar sobre sus propios errores y a aprender de ellos. Le ayudaron a sentirse competente ante los desafíos de la vida, sin necesidad de que alguien le imponga las actitudes y los comportamientos que aseguren su propio bienestar.
Todo ello ayudó a Charles a volverse, en la terminología de la inteligencia emocional, una persona “auto-regulada”. Llegado el momento, fue capaz de decidir perderse “la fiesta del año” para no subirse al auto de su amigo Tomás.
¿Estamos preparando a nuestros hijos e hijas para enfrentar adecuadamente las decisiones difíciles de sus vidas, como lo hizo en aquella ocasión Charles Fay?