El viejo Sigmund Freud, en una entrevista ofrecida en su estancia en medio de plantas, animales y familiares declaró que prefería con mucho la compañía de los animales a la de las personas. Ante el inevitable por qué del entrevistador, dijo que son mucho más sencillos. No sufren la desintegración del ego que surge del intento de adaptarse a unos cánones de civilización demasiado enaltecidos para sus mecanismos intelectuales y psíquicos.
Pensaba, después de haber revolucionado el estudio de la psiquis, con consecuencias que impactan hoy en la ciencia, que la mezquindad es la manera del ser humano de vengarse de la sociedad por las restricciones que esta le impone, y decía que un ejemplo de la gente animada por ese sentimiento vengativo es el chismoso y el que quiere pasarse de reformista. Tenga o no razón, lo cierto es que los humanos nos enfrascamos en peleas de poder en escalas mínimas y máximas, como lo demostró el estudioso Michel Foucault.
Solemos pelear con nosotros mismos, con nuestro pasado, por ejemplo, y salir mal librados, una pelea de la cual parece estar exento un animal. Esas peleas también se producen con nuestros allegados; con nuestros socios; con nuestros compañeros de trabajo. Hay peleadores que hicieron historia por sus grandes victorias o por sus derrotas; afortunadamente en esta última lista se encuentran personajes como Hitler o como Mussolini.
Lo malo de las peleas es que son destructivas, y a veces nos empeñamos tan a fondo en ellas que solo queda tierra arrasada donde se levantaban ciudades y civilizaciones. Muchas veces los mismos luchadores desaparecen, como en una celebrada cinta de Daniel Szifron: en la primera historia dos hombres traban una lucha de poder a partir de su ego y de sus automóviles al filo de una carretera solitaria, y después de ir de la palabra a las obras, no solo que la sangre llega al río, sino que éste se lleva en su cauce a los hombres y sus autos.
Plantear una lucha a muerte alrededor del control de un país que necesita salir adelante no debiera ser aceptable para la sociedad civil, si a esta no se le hubiera coartado la organización durante una década. Al menos según la teoría de Freud, los animales no lo aceptarían, excepto si tuvieran nuestro raciocinio. Para nosotros se ha normalizado la violencia política, como si después del 11 de abril, por ejemplo, el Ecuador debiera dejar de ser país para los que no votaron por la opción ganadora.
Podemos volvernos delirantes hasta esos límites; las fábulas en donde los animales nos daban claves de cívica y ética ya no son tan populares. Pero los gladiadores deben deponer las armas. En tiempos de pandemia y de crisis estamos obligados a ser solidarios, a ganar todos, aunque eso golpee nuestros egos y nuestros intereses. Todos estamos en un mismo barco y sabemos cuál es el predecible final, pero somos humanos y el poder es el poder.