La cercanía pastoral a tanta gente inquieta y, especialmente, a los jóvenes me hace participar de la búsqueda de sentido y de felicidad que mueve y conmueve al corazón humano. No solo somos seres itinerantes que hacen camino al andar… Somos las únicas criaturas capaces de distanciarse de sí mismas y de mirarse con el ojo crítico de la conciencia y de la fe. Pensarnos a nosotros mismos nos obliga a plantearnos el presente y el futuro. Y (ya perdonarán que cite a la muerte en estos tiempos del buen vivir) saber que vamos a morir nos hace distintos.
La gran tentación es evadirse o instalarse en la mediocridad del dulce no hacer nada… Son caminos equivocados, que amortiguan el peso de la vida pero que no nos ayudan a encontrar la verdadera felicidad. Se lo digo frecuentemente a los jóvenes con los que comparto caminos, sueños y luchas: refugiarse en el alcohol, en la droga, en una sexualidad compulsiva ajena al amor y a la lealtad, son caminos de salvación extraviados que, lejos de liberarnos, nos atan como despojos al carro de los aparentes vencedores, los dueños del negocio. Una vida así acaba deshumanizando a cualquiera. Juan Pablo II hablaba de una “cultura de muerte” que, poco a poco, va llenando el vacío del corazón humano hasta devorar sus entrañas.
La felicidad no está a la vuelta de la esquina, en cualquier paraíso tropical o fiscal. La cosa es más complicada y sencilla al mismo tiempo. Complicada, porque no todo el mundo logra comprender la hambruna del corazón, propio o ajeno. De hecho no son pocos los que buscan la solución de sus ansiedades y de sus problemas en la dirección equivocada. Y sencilla, al mismo tiempo, porque las respuestas no están lejos de uno mismo, sino dentro de uno mismo, en ese fondo de amor y de verdad en el que nos descubrimos a nosotros mismos.
La cultura dominante, que nos rodea y nos envuelve, ha hecho del consumo puro y duro la razón del buen vivir.
Para la gran familia “miranda”, que deambula por los centros comerciales mira que mira, la mayor felicidad consistiría en comprarlo todo. Es su felicidad, pero también su mayor frustración, porque es imposible comprar todo lo que se desea…
Feliz no es el que más tiene, sino el que menos necesita, el que tiene lo suficiente para vivir con libertad y dignidad.
Nuestra condición humana (y creyente) tendría que ayudarnos a encontrar un equilibrio y una mayor austeridad a la hora de vivir. Nos lo exige no solo la armonía personal, sino la de un planeta sobrecargado de excesos y de agresiones que nos llevan hacia el mal. Es malo matarse unos a otros (da lo mismo que sea en el nombre de Dios que del petróleo); es malo destruir el ecosistema; es mala la inequidad y la exclusión; es malo todo lo que destruye al hombre.