Leo en el DRAE que “sainete”, en su tercera acepción, es el nombre de una “obra teatral frecuentemente cómica, aunque puede tener carácter serio, de ambiente y personajes populares, en uno o más actos, que se representa como función independiente”. O sea que un sainete es una función que reúne los mismos caracteres de aquella que los ecuatorianos tuvimos que sufrir el pasado fin de semana, bajo el equivocado nombre de “debate”: fueron dos actos bastante largos durante los cuales vimos en escena una serie muy variada de tipos populares, y nadie podrá negar que la función tuvo un carácter muy serio, puesto que su tema fue el destino inmediato de todo un país, el nuestro.
Tampoco se podrá negar que el comportamiento de los actores, con dos o tres excepciones, tuvo una comicidad inocultable –solo que la comicidad de lo que vimos es de aquellas ante las cuales dan ganas de llorar por nuestra tierra, tan bella y maltratada. ¿Cómo no llorar cuando un candidato, siguiendo la táctica del finado Febres Cordero, presenta ante la cámara un papel que nadie puede leer, diciendo que es la prueba que le exime de no sé qué responsabilidad? ¿Cómo no llorar cuando escuchamos la desvergonzada oferta de pagar en dinero los votos que le sean favorables? ¿O cuando otro candidato empieza a hablar de crear empleos cuando le han preguntado sobre la institucionalidad? ¿Y cómo no llorar cuando un señor que aspira nada menos que a la presidencia de la República, aprovecha la única oportunidad de aparecer en todas las pantallas del país para enviar un beso a su amada esposa? (Ahora me acuerdo que los peruanos tienen una palabra muy bella y expresiva: guachafo).
Poco se puede sacar en limpio después del “debate”, que se redujo, como en la pasada ocasión, a una serie aburrida y cansona de monólogos en gran medida coincidentes, que sin embargo tuvieron a veces la virtud de cruzarse entre sí, sin que se produzca ningún cortocircuito, sino apenas un chisporroteo tan efímero como insustancial. No pasan de tres, contando con largueza, los candidatos que parecen tener alguna idea sobre el Estado, la sociedad y el poder, más una visión global de la región y del mundo. Los demás parecen confundir un programa de gobierno con la estrategia de una empresa comercial. O imaginan que tener una buena idea (por ejemplo, estimular la agricultura o proteger las fuentes de agua) es suficiente para decir que se tiene un programa de gobierno.
Que un espectáculo tan penoso tenga que realizarse obligatoriamente por mandato de la ley, y que todo el ajetreo de los candidatos sea parcialmente financiado con fondos públicos es, por añadidura, una completa aberración; así como es un perfecto disparate creer que estos son medios de fortalecer la democracia. En ninguna circunstancia lo serían, no se diga cuando están administrados por un organismo que ha puesto un gran empeño en ganarse la desconfianza general.