Las culturas -en todos los tiempos y regiones- han construido pensamientos que han regido y transmitido a las generaciones. Estos saberes -considerados erróneamente “primitivos”, porque sus fuentes eran orales- dejaron una impronta difícil de superar, y que hoy constituyen motivos de inspiración.
Los griegos crearon una escala de superación para comprender el sentido trágico de la vida, desde las sensaciones y percepciones, las experiencias, el bien y el mal (la ética), y la lógica hasta la sabiduría; es decir, el conocimiento de la verdad. ¿Cuál es la escala de valores del ser humano asumida por los seres humanos en la sociedad de hoy?
Esta pregunta no es fácil de responder, porque cada pueblo tiene sus raíces, sus formas de ser y actuar, y porque los símbolos de cada cultura siguen vigentes, aunque no estén escritos. Las visiones son diferentes y la diferencia es una riqueza.
En esa línea es posible repensar las enseñanzas que subyacen en lo más profundo de las culturas que, en buena medida, contradicen los pensamientos de Occidente, anclados a la competencia, la codicia – y lo digo sin ambages – responsables de la destrucción de la naturaleza. Me refiero a los principios de sabiduría para vivir que demuestran la universalidad de sus pensamientos, la unidad sin exclusiones (dualismos), que refuerzan la idea de cambiar del mundo lejos del sesgo de la separación.
Estos principios parecen plegarias -oraciones no religiosas- que fascinan no solo a los naturalistas, sino a las personas comunes y corrientes, que han superado las nociones del “noble salvaje” en pro de una lectura natural, y por lo tanto asociada a la humanidad.
A continuación, algunos atisbos de estas maravillosas lecciones: búsqueda de equilibrio consigo mismos, con los demás, con la naturaleza y con la Tierra; actualizar conocimientos y prácticas de la sabiduría del pasado -para dejar de lado la suciedad y la basura de la modernidad- y seducirnos por la defensa de la vida para construir presentes transparentes con responsabilidad; aprender el lenguaje silencioso de la naturaleza -saber escuchar con firmeza y paciencia- y así superar las angustias vitales.
Y recuperar la energía que hermana a todos -el agua, el aire, el fuego y la tierra-; compartir y dar, porque el dolor de unos es el dolor de todos; observar y respetar las diferencias, porque todos evolucionamos; el verdadero poder está en la humildad; la “casa común” -la naturaleza- nos enseña todos los días; superar viejos atavismos que nos enferman –resentimientos, odios y aflicciones– con un gran objetivo: practicar la verdad, porque la herencia biocultural existe, y porque ¡la fuente de la salud universal es la Madre Tierra!