Rugidos de Waits

Hoy le doy toda la razón a quien alguna vez me dijo, en las discusiones típicas de una larga noche etílica, que Tom Waits es como el sushi. Es decir, al principio te repelen su crudeza y su ferocidad y luego corres a la refrigeradora a buscar una cerveza fría y espumante. Así, Tom Waits (California, 1949) ha ido cultivando un puesto en la historia del rock sobre la base de una fórmula secreta que contiene gruñidos y rugidos en combinación con la trabajada facha de un mendigo ilustrado y, sobre todo, que rebusca y explora las profundas raíces de lo más eminente y relevante de la música occidental: el blues, el jazz, el soul y el pop. Pero lo de Waits, a decir verdad, no es solamente extravagancia, sino que escucharlo da la sensación de entrar a codazos a una fuliginosa cantina, de instalarse laboriosamente en la barra y pedir un whisky de malta tras otro, de ver cómo los tahúres juegan billar y apuestan a las cartas, de esperar que salgan a resplandecer los puñales y los puñetes en cualquier momento. Lo de Waits es la música de nocturnidad, de desvelo y sin ambigüedades. Tom Waits te toma del cuello y busca la yugular. Pero al tiempo lo es –su música, claro- de detalles, de darse cuenta de nuevas pinceladas con cada escucha y con cada vuelta del disco, de reparar en la letra, de rascarse la cabeza y admirarlo. De repetir la rutina.

También, me parece, hay que dejarse empujar por su aptitud de iconoclasta sin contornos, por su capacidad de extasiar y por su vocación de contar historias de perdedores, marginales, putas y fulleros de toda estofa. Poco más atrás de su voz ruda y empapada en alcohol hay un tipo entrañable, un personaje fantástico y que asombra persistentemente. Y a las espaldas de su estampa de “clochard” hay un compositor reflexivo, un artista dedicado y un esteta en plena forma. Detrás del aparente disparate hay un virtuoso. Cuando llevamos los vasos de vuelta a la cocina y los vaciamos ceniceros viene un innovador y un profundo conocedor de la poesía “beat”. Y cuando Tom Waits apaga las luces del estudio de grabación y cuelga el micrófono, se pone, casi con la misma naturalidad, el sombrero de actor y salta a las tablas.

La sugestión de Waits – o del personaje que él se encapriche en simbolizar de tiempo en tiempo- aumenta con el carácter ecléctico de su trabajo, que puede indagar en las fronteras de la pesadilla en un momento dado, para luego flirtear con la mayor delicadeza y, las más de las veces, vaciarse en los dominios de la agudeza y del ingenio. Sí, claro, en este punto habrá que concluir que no hay un solo Tom Waits sino muchos, a su propia imagen y semejanza, a su propio antojo, a los vaivenes de su exquisita índole.

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