En el extremo de lo políticamente correcto, los gringos se prohíben a sí mismos nombrar a la muerte: ‘Mi padre nos dejó’, ‘Juan se fue’, ‘mamá se irá’…, todo suena a viaje y, forzando un poco las cosas, a viaje cómodo de primera clase, de turismo con short amarillo, sandalias o chapines de andar, barriga flácida –¡ay, la jubilación!- y sombrero ídem. Los que ‘se van’, bien vestidos, maquillados y peinados -si aún les quedaba pelo- o, ¡horror!, ¡hasta con peluca!, hacen honor a la frivolidad de no decir, de no haber sido dichos, de negar… Los que se quedan, como si no fuera con ellos: ya lo dice un refrán: “el muerto, al hoyo y el vivo, al bollo…”. Pensándolo bien, nosotros, que sí nombramos el hoyo, empezamos con el bollo desde los bocaditos a medio hablar en Monte Olivo. Ellos y nosotros, en nuestras negaciones, perdemos la gracia y la alegría de reír de nosotros mismos.
Viéndolo bien, la muerte instala el humor en nuestras vidas. ¿Cómo no reírnos, con el bálsamo del conocimiento, de las serísimas pretensiones de los poderosos por eternizarse en el poder? ¿De la avara que sufre de dolor de muelas del espíritu cuando tiene que pagar una cuota de su urbanización, y pelea con todos creyendo eterna su pobre vida pobre? ¿De los multimillonarios con sus hijos blindados, vigilados, que no conocen la libertad de ser y tiemblan de miedo de su sombra?
¡La libertad está en la lectura que nos hace vivir mil vidas distintas: en la presencia de la palabra sabia! Un buen libro, un buen poema compensan de mil penas y llenan el espíritu de incomparable placer. Comunican mejor que un millón de lugares comunes. ¿Se comunica usted?, ¿me comunico yo?, pensemos, en medio del almuerzo, del té, del juego, del mensaje de iPod y otros etcéteras, y a lo mejor, del susto, soltamos la taza y nos regamos el té ‘en la falda del pantalón’, como decía un pequeñito a su madre en pantalones.
Al leer, dejamos a un lado la horrible seriedad de las ideologías, de pésima presencia en el ayer y el hoy: ¡tan superficiales y trágicas, las pobres! ¡Impidieron a tantos leer a Borges!; ¡los forzaron a sacrificar tiempo y vida por algo que nunca quiso ser, y nunca fue! Hicieron creer a las feministas que un O y A simultáneos incluían a todos, sin que se preguntaran ¿incluirlos en qué? Ninguna ideología, ninguna esperanza convertida en regla universal, ningún dinero, ningún fundamentalismo se ríe de sí mismo, pero nos quita tiempo para el gozo de la lectura, nos quita el alma…
Harold Bloom, extraordinario crítico, en su búsqueda genial de los principios para restablecer la lectura como la única forma de vivir a fondo, trae este, esencial: “la recuperación de lo irónico”…
Temblemos si no nos reímos. A la luz de la muerte, vivamos con la intensidad de la gracia y la melancolía –juntas se llevan muy bien risas y penas, si no, que lo digan don Quijote y Sancho-.
Y lo digo yo, porque, ¿cómo no reírnos sabiendo que esto que escribimos con tantas ganas de cambiar el mundo, lo leen todos, menos los que nos aman?