Se dice que el equilibrio y la certeza son dos ámbitos básicos para sentirse bien, pero es innegable que vivimos en mundo incierto, imprevisible e inseguro. ¿Cómo lograr ese mentado equilibrio y, medianamente, un futuro posible?
Es una pregunta compleja e ingenua, porque la mayoría, a veces sin darse cuenta, se deja llevar por las circunstancias, apariencias o porque la vida está, supuestamente, hecha. Y no es así. Porque siempre habrá un rincón o un espacio para el optimismo, y dejar de lado las energías negativas que incuban el pesimismo.
Hace años leí un libro extraordinario: “Nacidos para triunfar: Análisis Transaccional con experimentos Gestalt”, de James Muriel. Allí, el autor expresa que “los triunfadores tienen diferentes potencialidades. Tener éxito no es lo más importante; sí lo es ser auténtico. La persona auténtica tiene la experiencia de su propia realidad al conocerse a sí misma, al ser ella misma y al convertirse en sincera y sensible”.
Mi impresión es que los modelos familiares y educativos -con las excepciones del caso-, impregnan en los individuos tendencias ancladas al miedo y al fracaso, donde prevalecen los papeles de víctimas y victimarios, y una actitud recurrente: echar la culpa a los demás de nuestros errores. Por ello es útil aprender a conocer nuestras fortalezas, así como nuestros sentimientos y también las debilidades, ambivalencias y contradicciones que rondan nuestras existencias. En ese contexto, dar y recibir afecto, amar y ser amado puede convertirnos en gente asertiva.
Una estrategia simple y efectiva para sentirnos mejor es establecer vínculos con personas positivas, y descartar, en ocasiones, a personas tóxicas que enredan o generan ambientes degradables. Así ganaremos seguridad, esa obstinación milagrosa de confiar, respetar y aprender de los demás y de sí mismos, mediante la construcción o deconstrucción de actitudes -desde las más simples hasta las más mundanas- que nos lleven a predecir esperanzas, alegrías, desde un saludo al ingresar a un ascensor hasta decir “me gustas”.
Las neurociencias explican que las personas somos marcadamente optimistas, aun cuando estas percepciones choquen con la realidad; es decir, entre lo que esperamos y lo que deseamos. Pensemos, entonces, que la vida es mejor de lo que suponemos. Porque la naturaleza del optimista nos lleva a ignorar a las personas con actitudes negativas. Y la mejor noticia es saber que estamos vivos. Por eso, ¡vivir y dejar vivir sería la consigna!
Hay razones intuitivas que nos llevan a alentar un optimismo sano, aunque cándido, pero que podría servir como plataforma para la acción, la aventura y la innovación. Digámoslo claro: optemos por esta locura cuerda -el optimismo- antes que por su cara opuesta -el pesimismo-, que sería el preludio de la inacción que, en su versión crónica, equivale a la depresión. ¡Usted decide!