Acaba de cerrarse un dramático capítulo en la vida política y social del Ecuador con la confirmación de la condena por corrupción del ex presidente Correa y un grupo de funcionarios y empresarios privados. Muchos tenemos amigos entre los condenados, y la angustia y el dolor de sus familiares no es, en consecuencia, mera conjetura: son realidades concretas y lacerantes, no solo para esos familiares sino también para nosotros porque les conocemos y nos identificamos con cada una y cada uno.
¿Pudieron los condenados haber evitado ese sufrimiento que acompañará a sus familias por generaciones? Por supuesto que sí. Las personas hoy condenadas podrían haber razonado desde hace mucho tiempo sobre las potenciales consecuencias de sus actitudes y acciones, los pros y los contras del accionar ético y del antiético y de su pretensión a impunidad, y haber llegado a una consciencia ética que habría evitado la circunstancia en que se encuentran, y que ha hundido a sus familias.
Nuestros sistemas de creencias, valores y actitudes pueden cambiar bajo la brutal fuerza de circunstancias que nos obligan a repensar: el posterior arrepentimiento profundo y sincero es fenómeno conocido y real. Pero no es ese el único camino: también podemos cambiar porque razonamos, y la gran ventaja de este segundo camino es, precisamente, que puede evitarle, a quien cambia porque razona, el dolor de verse abatido y de haber hundido a sus seres amados. Dicho esto, es escasa la evidencia de cambio profundo por la gracia de la razón.
Llevando la reflexión al ámbito de toda una sociedad, conozco solo un caso en la historia humana de claro y consciente cambio de actitudes e instituciones como resultado de un inteligente proceso de razonar: se dio en Inglaterra en la década de 1830 cuando, llevados a reflexión profunda por los eventos de décadas previas en Francia -la Revolución, el Terror, la dictadura y posterior derrota de Bonaparte- un grupo de miembros de la más alta y privilegiada aristocracia llevó a cabo una gran reforma política que condujo a Inglaterra hacia convertirse en una verdadera democracia.
Contrasta esa experiencia con la de nuestras élites latinoamericanas que, no obstante ligeros coqueteos con las ideas del liberalismo, sobre todo el económico, muestran una todavía dominante tendencia a ver a esas ideas como enemigas, y a mantenerse firmemente racistas, clasistas, autoritarias, intolerantes, pretendientes a privilegios, ciegas a las necesidades de cambio entre las cuales la más profunda es la de instaurar una universal educación liberal.
Y por esa ceguera que les llevó a enfrentar al liberalismo como el cuco que no era, ahora enfrentan al marxismo-leninismo disfrazado de Socialismo del Siglo 21, que sí lo es.
Es difícil encontrar ejemplos más claros del riesgo de no razonar.