Sobre reyes y coronas
La noticia sobre la abdicación del rey Juan Carlos al trono de España ha levantado una vez más la discusión acerca de la vigencia de las monarquías en pleno siglo XXI: su conveniencia, sus fortalezas y debilidades; las añoranzas de lo que fue casi perfecto para el pasado pero ya no encuentra espacio en el presente; la evidente decadencia de un sistema arcaico en un mundo globalizado, más pragmático y vertiginoso, menos crédulo y emocional.
Una abrumadora mayoría de españoles coincide en que el rey Juan Carlos fue la figura determinante para alcanzar la democracia tras los aciagos años de la dictadura franquista. También lo fue para la elaboración y defensa a ultranza de la Constitución española y sus instituciones fundamentales; y, como consecuencia del apego irrestricto a la Carta Magna, ha sido decisivo en el presente para la consolidación de una España única e indivisible.
Pocos años atrás, la figura del rey Juan Carlos y su familia se mantenía blindada por un aura de profunda admiración y respeto de parte del pueblo español. Con el tiempo, después de varios escándalos familiares, de un proceso normal de desgaste político y con el advenimiento de nuevas generaciones en medio de una crisis económica de tintes apocalípticos (en especial para los jóvenes desempleados), se ha acelerado la desmitificación de la realeza con una evidente y progresiva caída en su popularidad.
Las historias de príncipes y princesas, de besos mágicos y sapos transmutados, de reyes déspotas, reinas malvadas, hadas madrinas y hechizos eternos, de plebeyas que ascienden al trono y nobles que se arrastran en la vergüenza lodosa del vulgo van quedando tan sólo para alimentar la literatura y el cine, para complacer las fantasías de Disney y el morbo de las revistas del corazón, para deslumbrar a los niños de guardería y consolar a los abuelos blancos y bonachones del siglo pasado, para envanecer a los gurús de la moda y enriquecer a costa de perversas exclusivas a los detestables paparazis; y para utilidad de nadie más salvo la de ellos mismos.
No estamos ya para reyes ni para coronas. Y, por cierto, tampoco estamos para feudos tropicales vitalicios y hereditarios. Las monarquías como formas de gobierno o de estructura estatal pierden espacio y legitimidad en el nuevo orden mundial.
Los feudos tropicales, aunque todavía con pequeños espacios, carecen absolutamente de legitimidad.
Por supuesto que muchos románticos se aferrarán aún a estos sistemas de autoridad soberana emanada directamente del poder divino, y otros tantos vociferarán por el respeto hacia las instituciones que los cobijan desde tiempos inmemoriales, pero lo cierto es que soplan nuevos vientos en el planeta, vientos que alborotan la hojarasca de unos cuantos palacios reales.