La libertad de opinión es capítulo esencial de los derechos humanos. Es nota distintiva de la democracia y condición necesaria para su efectiva vigencia. El voto es ejercicio concreto de la opinión política de cada elector. Las repúblicas son sistemas orgánicos de opiniones, y el poder debe sustentarse necesariamente en ellas. Por eso, satanizar a la opinión pública es grave error, porque ella, en definitiva, constituye el aire que respira la comunidad política.
El ciudadano es propietario del poder y la única fuente de legitimidad de la autoridad. Por tanto, para que la democracia no sea romántico discurso o materia prima de la propaganda, para que sea forma de vida y sistema político representativo, se precisa que ese ciudadano sea un “elector informado” y, por tanto, agente político libre. Solo la información y la opinión independiente y los criterios estructurados en torno a ella, dotan de contenidos reales a la capacidad de elegir.
La democracia es gobierno de “opinión pública”. Ortega y Gasset decía que “el mando es el ejercicio normal de la autoridad, el cual se funda siempre en la opinión pública.” Pero, ésta se forma, se fortalece y sobrevive solo cuando el flujo de datos e ideas sobre temas de interés general proviene de fuentes objetivas, independientes de la ideología del gobierno, protegidas por la Constitución, desarrolladas por la ley y respetados por la autoridad. “El verdadero fundamento de todo gobierno es la opinión de los gobernados” sostuvo Dicey hace más de un siglo. Norberto Bobbio, el gran jurista italiano, dijo “…el punto preocupante es el de que las elecciones deben ser libres. Sí, es cierto; pero también la opinión debe ser libre, es decir, formada libremente. Elecciones libres con opiniones impuestas, no libres, no conducen a nada. Un pueblo soberano que no tiene propiamente nada que decir, sin opiniones propias, es un soberano vacío, un rey de copas.”
La ciudadanía no puede ser palabra vacía. Los ciudadanos no pueden ser testigos mudos, reyes de copas, sumisos siervos de las ideologías oficiales, sea cual fuese su signo. Yo creo en la “democracia informada” y, por lo mismo, en la opinión libre, en la capacidad de pensar, de leer, de elegir. Creo, sin reserva alguna, en la libertad de conciencia, en el laicismo verdadero. Creo que toda “confesión oficial”–religiosa o política-, todo dogma, es malo porque elimina la capacidad de juicio, entierra la crítica y edifica en su lugar el adulo y el silencio.
No podemos ser “reyes de copas”, ni convidados de piedra, ni testigos silenciosos. Algunos creemos en las libertades, en la dignidad que convoca, en la rebeldía intelectual que redime. Creemos que la democracia es opinión libre. Que los derechos son la nota que singulariza a la ciudadanía, cuya defensa es deber y punto de honor de los hombres libres.